Establecer las prioridades para un gobierno, reflejadas en su presupuesto, es un asunto político que involucra aspectos ideológicos. ¿Qué debe hacer primero el Gobierno, carreteras o centros de salud? ¿Infraestructura económica o gasto social prioritario? ¿Reducir la desnutrición crónica infantil o reparar y ampliar la red de carreteras?
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En general, la discusión no es sobre la importancia de estas necesidades insatisfechas, sino sobre su valor estratégico, y de allí, la definición de prioridades. Y, como fenómeno social, la ciudadanía tiene su propia escala de prioridades, en el sentido que, seguramente, valora la necesidad de la construcción de un centro de salud o el remozamiento de una escuela, pero resiente más urgente la reparación de una carretera. De este fenómeno social, deviene uno político, el nivel de aprobación o satisfacción ciudadana a la gestión gubernamental, el cual está más asociado a la atención de lo que la ciudadanía resiente como urgente.
Si se aceptan estos planteamientos como válidos, entonces es fácil entender por qué se ha desplomado de manera tan alarmante el apoyo ciudadano al gobierno del presidente Arévalo. Esto, pese a que la percepción generalizada apunta a que continúa el convencimiento de que Bernardo Arévalo, Karin Herrera y su gabinete son dignatarios y funcionarios honestos. Todo en contraste a cómo se perciben a las y los diputados, alcaldes, jueces, magistrados y otros.
Un factor que seguramente incide en la pérdida del apoyo ciudadano es que en Guatemala se ha producido un fenómeno muy interesante. En 2003, el resultado electoral sin duda lo determinó el hartazgo por la corrupción y la exigencia de honestidad en el Gobierno. Arévalo y su equipo está atendiendo esa exigencia: es un presidente y un equipo honesto. Pero —y no es una advertencia menor—, la ciudadanía pareciera que ha evolucionado a darse cuenta de que la honestidad, sin duda, es una condición necesaria, pero insuficiente. Se siente insatisfecha con un gobierno que percibe honesto, pero inefectivo, incapaz de generar los resultados que sabe urgentes.
El verdadero peligro es que se revitalice otra percepción popular muy arraigada, asociar corrupción con efectividad. Aquello de que la corrupción es la «grasa» que lubrica los engranajes del gobierno para que funcione, o, «prefiero que robe, pero que haga obra». Este no es un peligro menor, porque ya más de una voz se ha escuchado que dice «los gobiernos anteriores robaban, sí, pero hacían algo, por lo menos componían las carreteras», lo cual, por supuesto, no es verdad, pero la veracidad no es el factor determinante de las percepciones, más sensibles, por ejemplo, a la propaganda o a las campañas eficaces en redes sociales.
Y, hablando de propaganda, el Gobierno la tiene complicada, porque, por más anuncios publicitarios que difunda diciendo que los caminos están mejor, la realidad innegable es que, cualquiera que transite por las carreteras constata todo lo contrario. El estado calamitoso de las carreteras, a año y medio de gestión gubernamental, tiene enojadas a muchas personas, incluyendo a quienes votaron por Arévalo y Semilla. No hace falta ser un politólogo de alta graduación para verificar esto, basta indagar en la familia, el trabajo, el vecindario, la tienda… Donde se pregunte, las opiniones son muy negativas para el actual gobierno.
Objetivamente no se puede (ni se debe) afirmar que el gobierno del presidente Arévalo no ha hecho nada. Pero, si no soluciona rápido la ineficacia del trabajo de reparación de carreteras, continuará hundiéndose en un pozo de desaprobación ciudadana.
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