País en el que toda institución pública se alivia del tedio con una vieja radio y con canciones del recuerdo que acompañan los eternos papeleos y espanta la muerte implícita en la burocracia. Ese día no fue la excepción: Iglesias misógino y tedio mientras la muerte se paseaba por los jardines. De niña a mujer, y yo acompañando la peor noticia que puede darse: «Su hija está entre las fallecidas. Lo lamento».
Me recuerdo con un listón lila en la solapa del chaleco institucional que estrené ese día. Era el Día de la Mujer en un trabajo nuevo. Era 8 de marzo de 2017: humo, gritos y 41 niñas que no llegaron a ser mujeres, 41 madres dolientes y un larguísimo silencio, tal como dice la canción.
«Ay, seño. ¿Cómo fue que esto pudo pasar?». Y yo, sin respuestas.
En pocos días cumplo 41 años, 41 años de experiencias y recuerdos ganados al tiempo. Maldito tiempo que sigue sin aclarar sus razones: que cómo pasó, que por qué no corrí, que qué hice mal y cómo vivir ahora. Anidados en mi alma ese mismo y largo —larguísimo— silencio y ninguna respuesta.
Me senté a su lado en la banqueta del patio. Humo, desolación y agua tirada en el piso. «¿Usted qué hace aquí?», me preguntó mientras se quitaba el casco y secaba el sudor de su frente. «Soy psicóloga…». «Entonces voy a llorar con usted, seño», me interrumpió. «Con toda confianza». Pero no lo hizo. No lo hizo él. No lo hice yo. Compartimos, sí, uno de los silencios mas largos de la historia, un silencio eterno esperando escuchar las sirenas que no llegaban. Julio Iglesias al fondo mientras el tiempo engañaba al alma porque los minutos parecían no pasar.
41. La cábala me juega una broma que no termino de entender. Estas 41 niñas (niñas-mujer) no llegarán a los 41. Y lo que duele es la pérdida. Y digo pérdida por todos y cada uno de los sueños calcinados. Enfermeras, psicólogas, madres: jamás lo sabremos. Los sueños de 41 mujeres se volvieron humo ese marzo.
41. Y lo que duele es la impotencia. Impotencia que conocí de frente hasta ese día. Rabia de saber que hoy ya no puedo hacer nada. Que la vida no será la misma. Y que no va a dejar de dolerme nunca. Que cuando sople mis 41 velitas recordaré el humo: humo que se llevó los sueños y la vida de esas 41.
Recordaré el largo pasillo con niñas (niñas-mujer) tiradas en el piso y tomándose las manos en sororidad. «Agarrame, que aquí nadie se muere sola», la escuché decir.
Y «la quería ya tanto que, al partir de mi lado, ya sabía que la iba a perder...», mientras sus enormes ojos negros me reflejaban: «Ahorita no podemos llorar, Ximena. Todavía hay mucho por hacer. Esperate. Más tarde lloramos juntos. Ahorita todavía no». Y yo asentí sin pensar que muchos meses después ese sabor a lágrima seguiría atorado en mi garganta. «¿Cuántas van?». «Van ya 41», seguido por un largo silencio.
41. Y lo que duele es el olvido. Niñas (niñas-mujer) hechas humo, y aun así volteamos —indiferentes— la cara esperando que se disipen y dejen de doler. Esperando que la ceniza deje de arder y que el tiempo (tiempo sin respuestas) haga su cuota y olvidemos.
Esperando que olvidemos, esperando que se disipe. Pasa así en este país macho y misógino.
País en el que toda institución pública se alivia del tedio con una vieja radio y con canciones del recuerdo que gritan una verdad que coreamos: ser niña y ser mujer es un verdadero martirio. Muertas a fuego, silenciadas a humo, olvidadas a ceniza. Y es que «el alma le estaba cambiando de niña a mujer».
(Gracias, Javier, Javier ojos negros).
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