Sábado, 9:52 a. m. Recaliento las sobras de lo que en mejores días fuera un sabroso arroz frito mixto chino.
Soy esa mujer desganada que mira al suelo mientras suena la campanita del microondas. Pantuflas sucias, calzones y una t-shirt cualquiera, la facha manifiesta un más que claro mensaje: así es como se siente la tristeza.
Días mejores. Para el arroz fue ayer, ayer en la cena que compartí con mis amigos de siempre. Y les digo «los de siempre» porque nos vemos siempre en ese mismo lugar, lugar que prepara el mejor arroz frito mixto chino del mundo. Mismo lugar, misma gente, tal y como canta la ranchera.
Frito: pasado por calor, enfriado y vuelto a calentar. De hirviendo a helado, dos veces.
Mixto: del español mezclado, heterogéneo y revuelto. Y justamente así es como se siente mi corazón: enfriado y revuelto. La campanita del microondas aún no suena.
Hoy murió un amigo cercano de mi hijo. Veinte años apenas, veinte años que son nada, según el tango de Gardel. Pienso en los muchos años que dejó sin estrenar. Pienso en los planes que hacemos y en cómo la vida cierra sucursal y cancela los sueños de alguien sin aviso previo.
Ver morir a un amigo. Detesto saber que mi hijo tendrá —desde ya— esa pena clavada en el alma, alma demasiado joven para sufrir así. Para sufrir así siempre. Y es que de estos dolores no se logra salir. Lo sé porque conozco bien el silencioso camino de la capilla al cementerio y la fila de dolientes ante la tumba.
He visto morir a dos amigas ya. Ambas, repentina e inesperadamente.
Una de ellas decidió terminar con su vida. Dicen que la enterraron con el vestido que usaría para sus 15 años.
Y a Olga.
Siempre queda algo del que se aleja. Y digo alejarse porque no se va.
Puede ser que el ausente no comprenda esto. Y es que, al fin de cuentas, no es tanto la amarga partida como las secuelas. Las calles recorridas, las canciones, los consejos. Todo legado que se repite como eco, cruel recordatorio de la ausencia y de la distancia. Y el tiempo. Entender la vida sin esa persona importante lleva tiempo.
Olga era una mujer plena. Sin envidias. Solidaria. Alejada de la femenina y estúpida competencia por sentirse mejor (o menos jodida) que la otra.
Reíamos como quinceañeras. Nos liberamos de malos matrimonios juntas. Compartimos penas, tiempos, distancias y enemigos. Graduamos hijos, nos estrenamos como suegras y terminamos estudios juntas. Contamos estrellas, cantamos canciones y nos prometimos una segunda oportunidad de vida juntas.
«Ya vienen tiempos mejores, vos», solía responderle cuando la veía angustiada. «Soy yo o no está tan jodido el viejo del anuncio ese, ¿vos? ¿Estrada es que se llama?». «Mario». «Cabal. Buen cirujano plástico tiene. Dichoso». «Eso y que ha de oler rico. A Brylcreem se me hace. Aseado sí es. Mi abuelita decía que al que tiene sus buenos dineros le huelen bien hasta los pedos». «Mula —con sonrisa de medio lado—, pero, sí, aseado es».
A veces quiero contarle que me he encontrado a Mario. Dos veces. Que ya no me ahogo en llanto extrañándola. O por lo menos ya no tan seguido. Que me hace falta el libro de la Kübler-Ross sobre duelos complejos que le presté y no me devolvió. Que las penas de dinero e hijos son un poco menos pesadas ahora. Que amo el trabajo nuevo que tengo y que —por enésima vez— probé suerte en la lotería sin ganar nada más que experiencia. Que tengo una nueva mascota y un pretendiente prometedor. Que —tal y como sospechamos— Mario Estrada huele a Brylcreem. Que los tiempos mejores están llegando. Despacio, pero llegando. Todo eso quiero contarle.
Hasta hace poco no tenía muertos en el altar de mi alma. Ahora la tengo a ella. Me resulta triste saber que murió. Mi mejor amiga murió. Murió y dejó un vacío enorme. Murió y se me olvida a veces. Murió y la extraño siempre.
Tanto de que hablar.
«¿Venís ya, niña?», fue el último mensaje que me envió. Quiero responderle que voy en camino. Que llego en un rato. Que me haga tiempo. Que ponga café. Que ya voy.
Arroz frito mixto chino y un Ibuprofeno de 800 mg para desayunar, aunque —clara estoy— hay dolores que no se adormecen. Pasa así con los duelos y las partidas: no todo el que se aleja se va. Lo aprendo a diario ahora que Olga no está. Se aleja, pero no se va.
La campanita del microondas acaba de sonar.
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