Algunos líderes religiosos y otras organizaciones (muy pocas, por cierto) están llamando a que se convoque a un diálogo que permita «encontrar una salida» a lo que ellos denominan crisis institucional. Crisis que, por cierto, se ha incrementado tras las nefastas acciones emprendidas por los organismos Ejecutivo y Legislativo en las últimas tres semanas.
Unos, en la más antañona y rancia añoranza, están clamando por la resurrección de la Instancia Nacional de Consenso. Otros han hecho un llamado a que sea el Foro Guatemala el convocante a ese gran diálogo nacional. Otros, incluso, quieren que sea nuevamente alguna estructura religiosa la encargada de convocar. En las circunstancias políticas actuales y ante la naturaleza de los problemas que enfrenta el sistema político, tengo la impresión de que un diálogo de esa naturaleza no permitiría encontrar una salida real a la crisis.
Me explico.
Primero. Estas grandes agrupaciones reúnen a representantes de organizaciones, pero de ninguna manera son representativas de la variedad étnica, etaria y socioeconómica de la sociedad guatemalteca. La composición social y las posibilidades comunicativas y organizativas de la sociedad van por otros rumbos, por otras lógicas. ¿Cómo pueden convocar organizaciones que ven en el joven a alguien peligroso, «que lleva el pecado en el rostro», o que ven al campesino como un ciudadano de segunda clase o a la mujer simplemente como un ser humano carente de derechos?
Segundo. Algunas de las organizaciones involucradas en estos grupos han sido partícipes o cómplices del Estado o de otras entidades en actos que riñen con la legalidad y por los cuales se está luchando en estos momentos. Es decir, muchos de ellos han participado en el diseño institucional de un Estado permisivo, que procura actos de corrupción y tráfico de influencias, y en la existencia de redes patrimonialistas y clientelares. Esto sería una incoherencia profunda.
Tercero. La experiencia ha demostrado que se insiste y se privilegia el consenso como método único para alcanzar acuerdos. Esto implica, de suyo, que todo aquello que genera disenso representa un daño y un peligro para el sistema, pues solo el consenso se acepta como normal. Por lo tanto, todas las voces y temas disidentes no solo no pasan por el tamiz de la deliberación pública, sino que son excluidos de entrada. Y en algunas circunstancias no hay nada más autoritario que el consenso.
Cuarto. Si por su naturaleza las organizaciones convocantes son poco democráticas y jerárquicas en su conformación y en su vida institucional cotidiana, ¿cómo se espera que puedan proponer y promover deliberaciones abiertas, públicas, incluyentes y democráticas?
Así las cosas, no veo que un diálogo bajo los parámetros tradicionales responda a las exigencias y problemáticas actuales, pues estará destinado al fracaso o, lo que es peor, a promover un proceso de simulación en lo que el tiempo mengua la indignación y la voluntad de lucha por un cambio en el sistema.
He escuchado a los expertos en medios de comunicación hacer propuestas de diálogo, pero no he escuchado que se entreviste a un joven, a un líder comunitario o a una mujer para que nos señalen cuáles son los caminos, las formas y las lógicas que ellos privilegian o que ellos quisieran utilizar. Al final, si nos vamos a las estadísticas, ellos representan casi el 75 % de la población. Creo que tienen todo el derecho.
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