Rodeado de buenos (Gobernación y Educación) y no muy buenos colaboradores, los primeros días de su gobierno nos han dejado ya clara la pauta que ha de seguir en las 206 semanas que le restan. «Ustedes encárguense de las responsabilidades y las tareas del día a día», parece haberles dicho a sus colaboradores, «que yo fui elegido para algo más importante: hacer del cotidiano guatemalteco un largo y vistoso lunes cívico».
El electo en el primer turno por un raquítico 24 %, el porcentaje más bajo obtenido por todos los candidatos que encabezaron sus respectivos procesos en los últimos 30 años, en lugar de asumir su frágil legitimidad y la volátil y dispersa identidad política que en estas elecciones expresaron los guatemaltecos, ha preferido soñar que es el amado pastor y mulá de toda la sociedad, de modo que ha querido imponer su estilo y retórica a cristianos que, con prácticas culturales de suníes y chiíes, lo siguen silenciosos y levantan la mano en cuanto juramento les impone, pero piensan para sus adentros cuánto de comisión les dejará el negocio prometido.
Su gobierno aún no anda. Sus colaboradores, en su mayoría, están aprendiendo el funcionamiento de sus sectores, pero desde ya tienen que saber que están solos y abandonados para la negociación política y la búsqueda de recursos. Pero él, como buen alumno de los S2 más oscuros y truculentos, ha puesto a su gente en los viceministerios administrativos sin importar si saben o no saben del asunto. La administración de los recursos está, casi en todos los casos, en manos de desconocidos candidatos a diputados que son miembros de FCN o de Nación, quienes muy al estilo Baldetti supuestamente están allí más para vigilar a los ministros y a los directores que para eficientar los procesos. De aquí a los capitanes asesores del riosmonttismo de los años 80 no hay más que un paso. Y todos sabemos ya en qué paró la vigilancia de los recursos estilo Baldetti.
Tratando a los guatemaltecos como escolares, y no como ciudadanos, la práctica pseudonacionalista de los lunes cívicos, impuesta desde el régimen ydigorista, ha cobrado ahora carácter nacional. Como buenos y adiestrados soldados, no importa que se entienda lo que se promete. Interesan las formas, los estilos, las frases rimbombantes. Por ello le cayeron como anillo al dedo los emotivos versos de la jura a la bandera de Alberto Velázquez, poeta menor de la literatura guatemalteca, miembro de la llamada Generación del Cometa.
Escrito para niños soldados, el juramento escolar ydigorista trató de imitar lo propuesto por la escuela popular mexicana del carrancismo, pero, sin pueblo insurgente y sin proyecto nacional multirracial que identificar, se quedó en promesas al lienzo, con juramento al símbolo sin explicar lo simbolizado.
Si con toda su emoción el niño mexicano entiende su bandera como «legado de [sus] héroes», pero también como «símbolo de la unidad, / de [sus] padres / y [sus] hermanos», en las prédicas moralistas de ahora el adulto-niño guatemalteco debe prometer al lienzo, y no a lo que simboliza, una «devoción perdurable, / lealtad perenne / y honor, sacrificio y esperanza…». El niño mexicano identifica los colores patrios con la unidad de sus padres. El guatemalteco, cual cristiano que se queda con la imagen en lugar de lo representado o con los versículos en lugar de lo expresado en ellos, debe amar la bandera por ella misma y soñar con imaginados sacrificios que, desde la óptica de los S2 que admira el predicador, son del torturador, no del torturado, y del secuestrador, no del desaparecido.
En el juego de los símbolos y las prédicas, el elegido para gobernar ha preferido hablar de todo para no decir nada y se ha negado a lo más básico y fundamental de la honestidad gubernamental: la transparencia. De ahí que no sepamos quién pagó su estancia de 60 días en lujoso hotel o que, a pesar de lo prometido, aún no conozcamos su declaración de bienes, mucho menos el acuerdo gubernativo en el que se imponga el salario justo a su función.
Si bien hace jurar a cuanto chapín encuentra que «en los prósperos días / y en los días adversos» hay que «mantener [la] excelsitud» de ese símbolo «sobre todas las cosas», no vemos por ningún lado las acciones gubernamentales que hagan que todos nos sintamos parte de un mismo conjunto social, mucho menos que nos veamos representados en ese símbolo de igual manera y con idénticos derechos. Todo lo contrario, más allá de caridades y supuestos regalos millonarios de medicinas que no llegaron a ser sino donaciones bomberiles, no vemos aún una propuesta coherente que permita romper con nuestros más dolientes y atávicos problemas.
Si los mexicanos le prometen a su bandera «ser siempre fieles / a los principios de libertad y justicia / que hacen de [su] patria / una nación independiente, / humana y generosa», a los guatemaltecos, en la copia ydigorista que luego siguieron todos los regímenes corrupto-militares de los años 70 y 80 y que hoy imita el moralismo, se nos pide «velar y aun morir / por que [la bandera ondee] perpetuamente /sobre una patria digna» sin que hayamos podido ponernos de acuerdo aún sobre cómo lograr que todos los miembros de esta patria tengan una vida digna.
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