La llamarán legítima por decirle de protocolo. La proclamarán soberana como si verdaderamente el pueblo hubiera tenido opción para designar candidatos. Le dirán constitucional para no decir de fachada legal.
Cualquiera que sea el resultado, la cantidad de votos no será representativa de la voluntad popular. Claramente ganarán el abstencionismo, la indiferencia y la confusión.
Mañana, quienes pensamos que votar es un deber cívico iremos a las urnas como la novia o el novio en un matrimonio forzado, una unión que estará marcada por el sometimiento a los abusos hasta de toda la parentela política, sus amigos y los amigos de sus amigos. Llegaremos pensando que se trata solo de cuatro años, el mismo consuelo que nos hemos dado desde los años 80 del siglo pasado.
Ignoro lo que piensan y sienten las niñas forzadas en matrimonio. Quizá crean que quienes las vendieron se arrepentirán y vendrán en su rescate. Quizá esperen que el novio se conmueva y sea bueno con ellas. O tal vez piensen en encontrar una muerte liberadora. Habrá quienes le llamen a eso voluntad divina y piensen que la sumisión les traerá una buena vida en una supuesta otra vida (porque en esta solo habrá más de lo mismo). No lo sé, pero solo puede ser algo muy destructivo.
Por los próximos cuatro años seremos la ultrajada Cenicienta, pero sin hada madrina ni príncipe azul y blanco, porque los productores no tienen presupuesto para semejante lujo. A cambio, casi al final del cuento tendremos a la dulce viejecita de Blancanieves ofreciéndonos una manzana envenenada para el siguiente período.
En esta nota optimista (pues, en vez del apocalipsis fulminante, la misericordia suprema apenas nos hará cruzar varios infiernos), vale la pena preguntarnos si estamos dispuestos a seguir siendo como perros que se muerden ferozmente la propia cola cada cuatro años.
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Si nuestro pasado es fatal como nación, aún podemos trabajar un mejor futuro. Tenemos cuatro años para desarrollar ese proyecto. Es lo que hay.
No todo ha sido tan malo en los últimos años, visto desde la perspectiva de lo que nos dejaron las jornadas del 2015. Además, debemos reconocerlo: la plaza fue tomada porque la abandonamos.
Vale la pena pensar en las razones para haberla perdido. El activo más valioso de los fantasmas que gobiernan el barco es el divisionismo entre los marineros. Es en lo que más invierten y lo que mejor se les da. Además, juegan con raquetas de madera con llamativas pelotas amarradas con elástico. Nosotros, como el gato, las perseguimos en todas direcciones, pero ellos saben que con un movimiento de muñeca pueden recuperar la bola. Nunca dejarán que el gato se la lleve. Su trabajo es ilusionarlo.
Pasamos la vida peleando entre nosotros. Ni siquiera los movimientos frescos que surgieron en la plaza de 2015 fueron capaces de articular una minimalista agenda común para 2019. En cada manifestación, incluyendo las más recientes, la gente llega a la plaza con todo tipo de carteles. Democracia, dicen, pero en esa ensalada de posiciones y agendas no es posible avanzar en ninguna dirección. No hay vector resultante, sino un garabato que erra en todas direcciones y vuelve agotado a su punto de partida. Dicen que son movimientos de jóvenes, que van a enseñarnos a los viejos cómo sí hacer las cosas. Y el divisionismo se extiende.
Pero no es tarde para trazar una nueva hoja de ruta. Construyamos ciudadanía mediante la participación cívica activa. Midamos el valor de los sacrificios (expectativas, egos, ansias de poder y, sobre todo, posiciones ideológicas inertes) contra el precio de continuar como vamos. ¿No resulta más barato el sacrificio de posiciones que el fracaso circular? Abandonemos posiciones y mostremos los intereses. Luego, negociemos concesiones mutuas.
Hay personas valiosas, presentes y emergentes. Dentro de lo malo, hay espacios de participación. Multipliquémoslos en vez de tratar de apropiárnoslos hasta agotarlos. No es una utopía. Es brincar del tren en movimiento (con posibles raspones) o estrellarnos de frente contra una montaña rocosa. Construyamos ciudadanía democrática.
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