En esa ocasión escribí una columna de opinión que titulé Ciao, bambino. Hoy la he vuelto a leer, por aquello de que en fechas significativas uno hace repaso y corte de caja. Sonreí ante el prisma con que examinaba el mundo en ese entonces.
Bien dice mi madre que «para conocer a Miguel hay que vivir con él». Dicho y hecho. La llegada fue traumática. Probablemente más por el montón de prejuicios y limitados referentes que yo tenía. Era prácticamente mi primera vez en Europa. En general, los latinoamericanos, entre más cerca del río Bravo, menos posibilidades tenemos de exponernos al viejo continente.
Lo cierto es que allí me estaba esperando esa ciudad que lo primero que hizo fue hablarme por boca de un piloto jubilado de Alitalia que ahora se dedica a atender turistas y recién llegados. El tipo me extendió la mano y dijo: «Bienvenido a Roma. ¿Por qué tardaste tantos años en venir?». Hoy vuelvo a repasar sus palabras y me suenan casi como a oráculo.
Días más tarde un colega, inmigrante como yo, me hizo otro comentario que tampoco supe dimensionar en su momento. Dijo: «Que sepas que yo llegué a esta ciudad por un año, y ya llevo once. Cuidado, que Roma se te va metiendo bajo la piel sin que lo sientas. Aquí solo pueden pasarte dos cosas: o te abraza y no te suelta o te patea y no vuelves nunca más».
Pasó lo primero. Con esa paciencia de más de 25 siglos de historia, la Ciudad Eterna me abrió los brazos, sentó en su regazo y enseñó que los seres humanos podemos movernos por valores, conceptos y paradigmas muy distintos a los del (estadounidense) dominante. Y así, sin prisa pero sin pausa, he cambiado la métrica y la importancia relativa de muchas cosas.
He revisado mi concepto del bienestar como lo entendemos los economistas formados en Las Américas, de la productividad como aspiración última, del capital social como fuente de cohesión y estabilidad social, del ocio que no implica consumo suntuario, de las instituciones como verdaderos acuerdos ancestrales de convivencia, del acceso y costo de adquirir información para tomar decisiones económicas. De las redes informales para funcionar en sociedad, de la familia como estructura que define y marca muchísimos patrones de comportamiento, de la escala de los emprendimientos que no siempre ni solamente aspiran a convertirse en conglomerados globalizados, de la capacidad de innovar para que nada cambie y, así, de tantas cosas más.
Hoy veo a América con otros ojos, a Europa con un poco más de familiaridad y a Guatemala con un poco de más perspectiva. Me queda mucho más clara la necesidad absoluta del diálogo —ojalá también de convivencia— entre personas, grupos, sociedades, culturas, países y bloques regionales. Porque solo allí, en el intercambio, es posible parir soluciones nuevas a problemas añejos, desmontar paradigmas y absolutos que den paso a formas novedosas de leer el mundo actual para imaginar uno mejor en el futuro. En fin, todo esto que es tanto o más relevante (y urgente) en Guatemala.
No sé cuánto tiempo más estaré allí, mucho menos cuál será mi próximo destino. Pero sí puedo decir así, con todas sus letras, que no me arrepiento de haber cruzado el mar para aventurarme al hermetismo italiano, a ese país-joyero, a esa Roma eterna pero oculta que cautiva, que invita, que intimida, que seduce. «¡Salute per cinque anni!».
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