Ciudad de mi querer

Mediodías. Este en particular me encuentra sentada en una silla plástica frente a la tienda del barrio, desde donde veo pasar un funeral.

«Ya no llores por mí. Yo estaré en un lugar tan lleno de luz...» en un altavoz, seguido por personas a pie que llevan sombrillas y por una larga fila de motos que despiden el duelo. Unos lloran. Otros no.

Pasa así en Escuintla. A veces se llora. Desastres naturales. Desarraigo. Pobreza. Y la temible incertidumbre. El alma es más pesada bajo este calor de mierda.

A veces no. De Escuintla y de esta experiencia salí ganando. Cariños sinceros, experiencias crudas, recuerdos imborrables, una amiga que conservaré por siempre. Y besos. Besos de niños mocosos y descalzos que me dicen «la seño». Todo eso gané.

«Hice lo que pude», susurro mientras me trago el sollozo con una bocanada de Tiki. Escuintla, ciudad de las palmeras, de las rocolas, de mi querer.

El picop con altoparlantes lidera el cortejo. Luego, cientos de pasos en chancletas, los dolientes. «Ya no llores por mí. Es tan bello aquí, donde existe paz, donde no hay maldad, donde puedo descansar...». Mientras, la caja de pino se tambalea en la palangana y la viuda se limpia el sudor con un pañuelo blanco. Dejo un pedazo de alma derretida aquí, en el pavimento hirviente de esta ciudad.

Seis meses de emergencia, seis meses en prisas, seis meses de ver pasar funerales. Fue en estas calles y bajo estas palmeras asoleadas donde, de tanto verla, me hice amiga de la muerte.

La vi en los ojos tristes de ese niño que me recibió con un demoledor «a mi abuelita se la llevó la lava; no corrió porque era viejita» en mi primer día de trabajo. En los pies de miles de familias que hoy caminan por una incertidumbre viscosa y oscura como lodo. En las manos arrugadas de la señora que perdió a toda su familia en el evento. Acariciaba la foto de su hija y su nieta. «Fue la muerte en forma de nube, seño. No la vimos venir».

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No la vimos venir entonces, pero ahora la conozco tanto que hasta la saludo cuando pasa. Alzo la Tiki fría a su salud. Cabrona, cuánto ha dolido.

Mientras termino estas líneas, la gente desocupa el albergue: catres, canastos, niños descalzos y perros. Se va de sorpresa, con la misma emergencia con la que vino. Se va porque la notificación gubernamental así lo requiere.

A partir de mañana ya no hay albergue, ya no hay comida, ya no hay hogar.

Y es que Escuintla se convirtió en hogar para nosotros, los que venimos de emergencia. Hoy, bajo estas palmeras, ellos dejaron de ser albergados y yo dejo de ser la seño.

Hoy, al ritmo cadencioso del funeral y apagando el sollozo con un trago de Tiki, me digo que de las tristezas también se florece y no sé si miento.

De lejos los veo irse. En picop y con sus muertos encima mientras se secan el sudor de la frente y se resignan en las calles de incertidumbre y de lodo, lodo oscuro como el futuro, negro como la mismísima muerte. La saludo y la invito a un trago de Tiki, como lo haría con cualquier amiga. «Mucho trabajo hubo aquí —mientras se sienta—. Menos mal se acabó el año, ¿no?». Cabrona.