Ligia Escribá es uno de los nombres olvidados de la literatura guatemalteca. Forma parte de un grupo de escritores y escritoras que, a la par de una literatura del exilio, publicaron cuentos, novelas, obra de teatro y poemas en el país durante los años más cruentos del conflicto armado. La escritura de estos autores estuvo modelada por la censura y autocensura, que determinó en ocasiones la utilización de la alegoría y la metáfora para expresar la disidencia de una violencia institucionalizada o para articular un duelo por el horror que sumaba pérdidas humanas. Pienso en este último caso en el poemario de Ana María Rodas, El fin de los mitos y los sueños (1984), en donde el espacio del hospital y la imposibilidad de vivir en una casa-hogar codifican el despojo de un lugar seguro y sano en la sociedad guatemalteca.
La lectura de los cuentos de Ligia Escribá revelan, como afirma Marilinda Guerrro, el uso de una estética de lo fantástico que, lejos del escapismo, construye la experiencia del miedo en la ciudad. En efecto, las narraciones de Escribá responden a la idea de lo fantástico establecida por Tzvetan Todorov: el mundo representado en la literatura parece similar al de nosotros los lectores, pero de pronto aparece algo inexplicable que rompe la aparente normalidad y transmite inquietud e inseguridad. Ligia Escribá buscaba perturbar a los lectores y hacerles pensar sobre lo que sucedía en el país más allá de los relatos oficiales de la época.
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Me detengo en un ejemplo, el cuento Invasión sonora, en donde una orquesta multitudinaria dirigida por un perverso director va llenando de sonidos la ciudad. Esos sonidos poderosos van produciendo destrucción, sin que los habitantes puedan percatarse de la ciudad «reducida a ruinas». Estos habitantes, obligados a escuchar los sonidos, se van quedando sordos, sufren hemorragias internas, se sienten enloquecidos por el dolor, piden auxilio pero, según el relato, «no hubo quién les prestase atención, quién les escuchase porque ninguno estaba en condiciones de oír nada». Despojados de la humanidad y convertidos en notas musicales, aquellos habitantes fueron parte del último acto histórico de la ciudad, una triste y desencantada sinfonía del adiós.
Pienso que este cuento como otros habitados por cuerpos sin rostros, ratones que ejecutan a gatos disfrazados y hordas salvajes que cumplían rituales de destrucción, construyen un contra-espacio frente la pretensión de normalidad urbana en aquellos años.
Por otra parte, la narrativa de Escribá simpatiza con lo que puede llamarse un yo distraído y la necesidad urgente de comunicación. Aparece en los cuentos algún personaje que, hablando por teléfono, entra en comunicaciones ajenas y lo disfruta, u otro que ingresa en un consultorio de un dentista y resulta ser, después de la consulta, un médico general. Pero ha valido la pena por la sala de espera, que funciona como una tertulia. La comunicación con los objetos también construye relaciones recíprocas. Maggy y su automóvil, «máquina jovial y alegre», se protegen a pesar de mutuas rebeldías.
Hay escenas gratificantes en el campo literario guatemalteco. Marilinda Guerrero, a quien llamaría archivera de la literatura fantástica guatemalteca, conversa con Ligia Escribá, quien se acerca a los 80 años y, con la serenidad que da la vejez, rememora su escritura. Relata que esos cuentos fueron un desahogo, la manera de sentir en una época. Alguna vez alguien la llamó para advertirle que se cuidara. Lo que quería hacer, dice ella, no era levantarme con un arma, sino con la pluma.
Los cuentos de Ligia Escribá han sido reeditados por Marilinda Guerrero en un volumen que se llama Reversiones. Forma parte del proyecto editorial Bosques Ambulantes. La lectura de Reversiones no solamente ofrece la oportunidad de conocer mejor la literatura fantástica guatemalteca y la memoria de los años ochenta, sino de experimentar una nueva legibilidad a la luz de una Guatemala actual que se acerca silenciosamente a las formas de vida de una dictadura.
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