Hace 15 días intenté hacer un llamado a estudiar la díada histórica izquierdas versus derechas con el fin de superarla y articular así una narrativa apta para nuestros tiempos, una que nos encamine hacia la transformación de nuestro paradigma.
No me refería al extremo centrismo, tibio y servil al statu quo, ni a neutralidad o ausencia de postura ética y política, sino a encontrar el justo medio. O sea, una interpretación ecuánime y objetiva de las necesidades sociales, una que se despoje valientemente de los mitos del capitalismo y deje de suspirar por modelos caducos de comunismo[1].
Si me permiten abordarlo desde la teoría, el nuestro no es un universo más allá del «final de la historia», como predijo Francis Fukuyama en 1992, después de la desarticulación de la Unión Soviética. Tampoco es un paraíso marxista en el que todos ocupan sus talentos libremente. Ambas concepciones del mundo (y sus variantes menos moderadas) han sido refutadas por la historia misma por variopintas razones de imposibilidad empírica.
Es el turno de darle rienda suelta a nuestra inconformidad ideológica creativa para corregir este vacío de ideas que impera incontestado con la lógica del más fuerte.
No llamo a que simplemente nos replanteemos las izquierdas o a que revaloricemos las derechas, sino a que nos distanciemos de preceptos fuera de tiempo y lugar y a que reinventemos la política como tal a través de un ejercicio de reingeniería social incluyente. Guzmán-Böckler decía: «Lo que tenemos que reestructurar es la mente». A eso me refiero.
El dogma y sus mentiras
No hay verdades absolutas. Sin embargo, el dogma aboga por una visión fundamentalista de la realidad. Puede ser de carácter religioso o secular, pero siempre es intransigente. Así, podríamos decir que el socialismo de escuela es dogma al igual que el neoliberalismo y casi todos los ismos. A sus defensores a ultranza los podemos considerar más voceros amaestrados que pensadores críticos. Y todos, sean de izquierdas o de derechas, son agentes de una democracia de bajísima calidad, que se contenta sin un pacto social mínimo.
Allí nos situamos: entre personas que lo justifican todo para defender la viabilidad de sus proyectos bienintencionados o cuasisectas que desde sus trincheras lo atacan todo para defender la pureza de sus causas.
¿Es que no podemos defender viabilidad y pureza a la vez?
Si pretendemos emanciparnos del lado oscuro del Zeitgeist[2], deberíamos intentarlo celosamente. Se puede. De hecho, algunos de los más importantes autores interceden cada vez con mayor frecuencia por una era poscapitalista casi mágica, en la cual la dialéctica del consumo deje de ser la única regla del juego. No sugiero nada nuevo.
Por una revolución laica
Entendemos por laicidad la ausencia de imposición ideológica. Entonces, si estamos inmersos en un tiempo cuyo código genético está de sobra informado por dogmas estrictos, podríamos estar de acuerdo en la necesidad de renunciar a sus espejismos. ¿No es cierto?
Mientras los comunistas ortodoxos abogan por postergar la lucha violenta de clases en términos obsoletos, los neoliberales proclaman el individualismo como panacea y compás moral.
Estas visiones excluyentes de la realidad han resultado en guerra perenne, racismo, machismo, egoísmo y victimismos contrapuestos como los valores supremos de la sociedad moderna. De ahí la necesidad de orientarnos a la composición de una teoría crítica reconstituyente que rompa con los fantasmas del pasado y con sus fábulas. Algunas organizaciones que se sitúan en la periferia del discurso político (y de la agenda pública) lo han venido advirtiendo por algún tiempo.
Instrucción cívico-política
Sin saberes no hay poderes, sin instrucción no hay resistencia y, en definitiva, sin una comprensión de los fenómenos históricos y globales no habrá nueva ideología.
Hago un llamado a los privilegiados conscientes y a las élites disidentes a que reconozcamos la responsabilidad contenida en nuestro privilegio y a que, en fuerte alianza con las bases sociales, conformemos un gran frente contrahegemónico crítico y radical[3], empezando por acciones de instrucción y formación cívico-política multilateral.
«Ser joven y no ser revolucionario es una contradicción hasta biológica», decía Salvador Allende. Estoy de acuerdo, pero en alimentar una revolución ideológica en la cual el poder de las ideas prevalezca sobre la fuerza bruta de los sistemas, en la cual el bulevar hacia el futuro sea esbozado con sentido común.
El problema es que, como suele decirse, «el sentido común es el menos común de los sentidos».
En 15 días presentaré una propuesta que podría (o no) servir para articular esa ideología acorde a las exigencias del presente sin que se agote en la coyuntura y en la cual la apreciación del subtexto prevalezca sobre la letra muerta.
Partiremos desde la liberación espiritual y psicológica del ser político. Sin polaridades engañosas. Sin simplismos populistas. Sin improvisaciones.
***
[1] En Guatemala, lo más cercano a esto se puede encontrar en los manifiestos de asociaciones políticas de mujeres indígenas. Este tema da para rato.
[2] Vocablo alemán que significa espíritu del tiempo. Se refiere, según Joaquín Estefanía, al «clima intelectual y cultural de una era». Ortega y Gasset decía de él que era «el tiempo vital, lo que cada generación llama “nuestros tiempos”».
[3] Es decir, relativo a la raíz.
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