La comunidad participa en un programa que fortalece procesos y desarrolla habilidades para que personas que viven en pobreza extrema puedan acceder a una vida con el mínimo de dignidad, alimentos y acceso a salud. Las familias que acceden al programa lo hacen para procurar una mejoría en la vida de sus hijos. Sin embargo, nuestros protagonistas lo hacen por ser la única manera de procurarse alimento. Con la sabiduría que los años les han acumulado en los surcos de la frente, son muy puntuales para asistir a la escuela comunitaria, donde reciben acompañamiento para mejorar viviendas, gallineros, salubridad, etcétera.
«Me duele mi corazón», suspiró don Beto —señalándose el costado izquierdo del abdomen— mientras hacía una mueca de desesperación. El día que fuimos a visitarlos, él y doña Chon estaba desgranando maíz. Apresuradamente salieron al corredor para colocar unos banquitos. Ahora viven solos. Sus hijos «ya hicieron vida». Juntos lograron hacer, a paso fatigado, algunos tablones de tierra para cultivar legumbres. A un costado de la huerta está su pequeño gallinero, impecable, que alberga algunas aves. Esta práctica es resultado de un proceso de años de acompañamiento de su querida «seño Ana», que los guía en el manejo responsable y sostenible de recursos. Ahora pueden comer huevos y a veces hasta pollo acompañado de verduras frescas y saludables.
El acceso a la comunidad es difícil. Queda en medio de los otrora latifundios cafetaleros, actualmente dedicados a la reforestación. No existen fuentes de trabajo en más de dos horas de camino a la redonda —en vehículo—. No hay medios de transporte como buses ni camiones. Un porcentaje bajísimo de personas consigue un trabajo, además mal remunerado. Las familias se alimentan todo el año de sus cultivos de milpa y frijol, aunque este año se les marchitaron.
Pregunté: «¿Puedo tomarles una foto en el huerto?». Don Beto respondió en q’eqchi’: «Sí, me voy a poner mi sombrero». Y entró a buscarlo. También se engalanó con una camisola de árbitro. Es maravilloso cómo una foto puede animar un corazón dolorido.
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Para agenciarse efectivo siembran un par de plantas de cardamomo, café, árboles de achiote y pimienta. Comercializan su insuficiente cosecha en grupo con unos intermediarios conocidos como coyotes. Con esos «centavos» logran viajar a comprar artículos como jabón, fósforos o azúcar. ¿Imagina usted el desamparo que significaría perder ese dinero? Pues hace unos años llegaron de compras al pueblo unos comunitarios parecidos a don Beto y doña Chon. Yo estaba en la farmacia y escuché a la señorita afirmar con mucha pena: «Estos billetes son falsos». La alegría desapareció al advertirse víctimas de un cruel engaño. La idea de comprar esencia maravillosa para mitigar el olvido en que viven se disolvió en lágrimas y angustia, igual que su ilusión de endulzar el café una vez al año.
Quienes tuvimos la suerte —porque es un derecho negado a muchos— de acceder a educación de calidad, a una profesión y a un plan de retiro no imaginamos cuánto puede pesar la vejez cuando se carga con mecapal. Poco sabemos de eso y de los padecimientos de un cuerpo añejo, expuesto una vida de madrugadas, sol, hambre y engaños. No sabemos nada de vivir en humillación, de ser explotados o de ser vistos con desprecio. En el campo, tu vida depende totalmente de la fuerza física. Al avejentarse el aliento, ya no podés traer alimentos. Sobrevivís nada más mientras la existencia te reprocha que no sos útil.
Creemos vivir en una sociedad basada en principios de equidad, solidaridad, justicia social y desarrollo humano. Se supone que atendemos nuestras necesidades mediante la división del trabajo y la cooperación. Así pues, mientras unos sembramos, otros confeccionan telas y otros más fabrican equipos. ¿Por qué olvidamos los lazos de afinidad que deberían unirnos? Hemos evolucionado tanto como colectividad que ahora desconocemos como individuos los pormenores de cómo funcionamos. Una parte del sistema social se nos escapa de la vista y de la conciencia. ¿Cómo recuperamos nuestra humanidad?
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