La crisis política que vivimos en la actualidad sigue dando de qué hablar: la última afrenta al proceso democrático y el asalto con lujo de fuerza a la sede del Tribunal Supremo Electoral para secuestrar las actas que se produjeron durante el proceso de elecciones parece ya exceder por mucho la tolerancia de quienes asistimos impávidos a las reiteradas amenazas y abuso de fuerza que han decidido mostrar el Juez Orellana y el fiscal Curruchiche, personajes a quienes la historia seguro les dedicará una sección, gracias a la ignominia con la que se les recordará.
Indudablemente, la crisis ya se extendió demasiado y parece que está llegando a un punto de inflexión. Es imposible mantener esa tensión intacta y el anuncio de los 48 Cantones de que se movilizará a partir de esta semana de forma ininterrumpida hasta que los golpistas depongan sus actos, parece vaticinar que habrá un desenlace político en las próximas semanas.
Independientemente de cuál será el final de este intenso capítulo de nuestra historia política, la crisis ha dejado toda una estela de destrucción institucional y de debilitamiento del Estado de Derecho, que indudablemente hará que quien triunfe de esta insano enfrentamiento, se enfrente a un panorama desolador, con un país dividido, con un Estado debilitado y con una sociedad que parece ya no creer en nadie ni en nada, tal como demostraron las primeras discusiones sobre el presupuesto de la nación 2024, en las que el nuevo gobierno pide un aumento del presupuesto para el año próximo, anunciando que si no se le concede, no garantiza el cumplimiento de sus promesas de campaña. Por su parte, los críticos parecen gozar de esta petición, ya que recuerdan cómo durante varios períodos, los mismos que piden aumento, fueron muy críticos en su momento a cualquier intento de ampliar el monto presupuestario.
Al final, quien asuma la presidencia en el 2024 tendrá ante sí un desafío descomunal: si es Arévalo quien finalmente jure como Presidente, deberá tomar decisiones recias para rescatar a las instituciones del sector Justicia Cooptado, por lo que tendrá la tentación de repetir el modelo de sus antecesores, un proceso de cooptación a la inversa que implica influir de nuevo para controlar los excesos del MP, así como el cambio de mando del resto de instituciones encargadas del control gubernamental.
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Igual procedimiento deberá hacer con el Congreso de la República, neutralizar de alguna forma los intentos de la oposición de evitar la consolidación de la agenda del nuevo gobierno. En el camino, tendrá la tentación de qué hará con ese poder: ¿volverá a repetir las viejas prácticas autoritarias y excluyentes para beneficiar solo a sus amigos y aliados? ¿O realmente empezará a gobernar con un sentido más democrático e incluyente?
En el remoto caso de que el pacto de corruptos sea quién triunfe en su intento de evitar que llegue Arévalo, el desafío será mucho mayor, con una legitimidad muy disminuida y con un entorno internacional que seguramente establecerá sanciones económicas y políticas debido a que, para alcanzar su objetivo, tuvieron que destruir lo poco que quedaba en pie de la institucionalidad pública y el Estado de Derecho, lo cual augurará un panorama político desolador.
En ambos casos, se tendrá que discutir la paradoja más importante que la actualidad nos ha demostrado: la crisis se alimenta de la fortaleza institucional que el MP logró gracias al esfuerzo anticorrupción de la CICIG. Esto nos plantea un dilema que ya hemos visto en el pasado y es que para las élites políticas y empresariales guatemaltecas, el concepto de institucionalidad es negativo, ya que establece límites políticos y legales con los que no están cómodos. Se prefiere mil veces la discrecionalidad y la improvisación, tal como, por ejemplo, nos demostró Sandra Torres cuando erigió la institucionalidad paralela de Cohesión Social, o cuando Miguel Martínez estuvo al frente del Centro de Gobierno. Ambas estrategias informales fueron más eficaces que las instituciones similares, tal como el Ministerio de Desarrollo Social (Mides).
Esta tendencia a establecer procedimientos e instituciones informales que corren de forma paralela a las leyes e instituciones formales es la fuente inagotable de la anomia del Estado, ya que determina que, ante dos situaciones similares, se resolverá de forma diferenciada, dependiendo del interés y beneficio de quienes estén en el poder en ese momento. El resultado: una sociedad que no aprende de sus errores y que está condenada a repetir el ciclo perverso de conflicto, inestabilidad y crisis de forma recurrente.
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