Te crees lo que te dicen. Animas conversaciones con tus aras sin profanar. No soy de aquí y cada día estoy más lejos. Me atrinchero ensimismado sin entender todavía que somos relleno en la foto, actores de reparto, jornaleros, un número, estadística macabra. Te desprecio a ti y a tus dueños.
Eres mi conflicto de Edipo no resuelto, mi Electra asesina, castradora, violadora. No te respeto, no te nombro, no te logro ver, atisbo de espectro demente y demencial, asesino en serie de niños por niños, de alertas Alba-Keneth con fotos. Me quedo mirando los avisos en el teléfono, niños con caras tristes, monigotes de los mayores para su placer. ¿Por qué no estás? ¿Acaso te llorarán el violador de tu madre, tu tío el asqueroso, tu abuela la amargada? ¿Que pasó? ¿Por qué te arrancaron de aquí?
Por fin solos, dicen los jueces en sus oficinas, los inclementes dueños del capital, esos a los que les gusta que los llamen a ellos empresarios y a sus hijos veinteañeros emprendedores del camino trucado, de la mano escondida en los bolsillos, contando la calderilla con la cual tirar chocas a los perros que se les acercan. No hay perdón. No hay indulgencias para los míseros y abusivos pedidores de cuentas, asquerosos y sucios tipejos que se atrevieron a cuestionar tus designios, tus órdenes, tu bandera inmaculada.
Ni te atrevas, ordenaste, pero algunos se atrevieron. Aquí no se tienen esas costumbres, sentenciaste con voz grave. Cosas de disolutas prostituidas, hijas de la ideología de género, de los maricones con banderitas, de sucios sicópatas con tambores y ritmos diabólicos, de progres hipócritas muertos de hambre. A todos ellos, que son los mismos, los haremos renunciar. Al fin solos en nuestra casa. Los colados ya se fueron. Los invitados impertinentes también. Por fin solos. Nuestra casa. ¡Mi país!
[frasepzp1]
Volverán las oscuras golondrinas, decía el poeta romántico. Aquí volvieron las oscuras nubes perennes, que solo se abren y dejan ver el cielo azul a sus hijos más predilectos, los más optimistas, los más felices, viajantes de tu pequeño mundo que se abre al pronunciar el código indescifrable para los demás: código que contiene las palabras rédito, productividad, exportación, competitividad, concesión, ministro, Dios, perdón, condena, en ese orden y con la entonación del que tiene la vida resuelta.
En ellos confiamos. En ellos esperamos el derrame de bienestar. Que circule para abajo, muy abajo, todo el champán en torre nupcial, de velos blancos, comidas dispuestas de opíparas mezclas. Papá presidiendo todo, reverencial saludo al aire, arcano marcial, refrendando las alianzas infinitas de unos pocos pero muy amigos, muy familia, muy blanca, salpicada con algunos nombres compuestos, los hijos de la Chiqui y el Bebe, lunas de miel, fotos enmarcadas en plata sobre cuadros abstractos con la medida perfecta de algún pobre artista. Todos lo son para ellos.
Era mejor al principio de mis tiempos, de la novedad de la vida, de los jeans gastados, mis chanclas, mi camiseta blanca. Veinte años desvergonzados arrastrando besos, comiendo miradas, escupiendo nimias risas. Sentado en el suelo, flexible, alzaba los brazos y la cara al sol de los martes sin respuesta porque no había ninguna pregunta. Sabía que no volvería a ese lugar en ese instante. Dormía donde tocaba siestas de diez minutos en cualquier banco, en el pichirilo. Con mis libros y libretas, bolis rojos y verdes, acumulando letras, empachado de palabras, sorprendido del mundo y con todo el tiempo. Asceta en conversaciones cifradas, clave morse, aprendiendo el alfabeto de guerra.
Voy y vuelvo. Así me sentí durante unos meses con el desparpajo y la confianza del joven que comienza en la vida. Voy y vuelvo a los Jueves de Cicig, a las trasmisiones en directo, a los nombres y apellidos de la corrupción, a los negocios, a las redes, a los jueces y abogados de la impunidad, a los partidos de papel, a los poderosos y a su mísera vida de apartamentos, casas de descanso, motos y cilindradas imposibles. Creía que podía ser posible. Ingenuo.
Un epitafio que diga: «Guatemala (in)mortal».
Regreso a Spinetta y tarareo:
Si no canto lo que siento,
me voy a morir por dentro.
He de gritarle (sic) a los vientos hasta reventar,
aunque solo quede tiempo en mi lugar.
Más de este autor