Ya para nadie es un secreto que el actual proceso electoral se desarrolla bajo condiciones de extrema debilidad y bajo un asedio institucional y político que lo ha puesto en el momento más crítico desde que se abrió la época democrática en 1985. Lejos, muy lejos, está aquella primera elección de 1985, cuando los ciudadanos guatemaltecos recibimos el proceso electoral con auténtica alegría y esperanza: fue justamente en 1985 cuando cumplí mis 18 años de vida. De ese tiempo para ahora, los procesos democráticos han sufrido un lento, pero sostenido debilitamiento, al punto que en este proceso electoral se evidenciaron todas las inercias perversas que estuvieron a punto de producir una gran crisis en la primera vuelta electoral, ya que la idea del fraude rondaba por todos lados. Aún hoy, a menos de 15 días para la segunda vuelta electoral, el fantasma de la crisis no abandona el panorama político guatemalteco, por lo que ya es una verdad evidente que el sistema democrático necesita una reforma profunda que rescate lo poco que aún queda en pie del sistema político vigente.
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Se ha hablado mucho sobre los aspectos problemáticos de nuestra democracia, empezando por lo que se denominó el “pecado original”, referido a la forma en que se financia la política partidista; igualmente, se ha hablado extensamente sobre las reglas electorales más problemáticas, tales como la tendencia a la subrepresentación ciudadana por el tamaño de los distritos, la ausencia de rendición electoral en el caso de los diputados y la extrema debilidad con la que se diseñó el ámbito municipal de la democracia, ya que un candidato no solo puede reelegirse sin freno, ganando con una diferencia mínima gracias al sistema de mayoría simple que prevalece, sino que además, le permite mantenerse en el cargo durante el período electoral. Por si no fuera poco, el ganador con una diferencia mínima tiende a ganar el control del consejo municipal, gracias a la forma en que el TSE acostumbra operacionalizar las reglas de representación vigentes.
Para el caso de Guatemala, un problema de fondo se ha discutido muy poco: la característica más problemática del sistema electoral es la marcada ausencia de estructuras partidarias reales, con arraigo ciudadano y con capacidad de permanecer en el tiempo.
Esta falencia ha impedido que las estructuras partidarias en nuestra sociedad cumplan el papel que tienen en otras sociedades:
- Un partido político estable ofrece una ideología definida que presupone ciertas respuestas estándar a los problemas de una sociedad en una variedad muy grande de temas. Por ejemplo, los partidos de izquierda suelen enfatizar las políticas públicas de tipo social, mientras que los partidos de derecha suelen inclinarse a programas de libre empresa.
- Un partido político es una especie de marca en el mundo de la política, ya que usualmente las promesas de campaña no salen de la nada, sino del trabajo continuado del partido en temas cruciales. De hecho, la continuidad de planes y formas de pensar es una garantía destinada a obtener la confianza ciudadana.
- Un partido político es el principal canal para que los ciudadanos simpatizantes del programa y la ideología del partido se formen en el arte de la política, convirtiendo la estructura partidaria en una antena de recepción de anhelos, inquietudes y propuestas ciudadanas.
Lamentablemente, la ausencia de partidos reales para el caso de Guatemala determina que el peso de la política recaiga en personas, tipo caudillos, que más que reproducir proyectos ciudadanos de largo plazo, reproducen el personalismo en la política, lo que es la causa real de la inestabilidad tan marcada que caracteriza a nuestras sociedades.
Justo por esta característica caudillista de la democracia es que siempre he afirmado que, más que una crisis de liderazgos, lo que tenemos es una larga y sostenida lucha de aprendices de caudillos –cada uno soñando con hegemonizar el panorama político durante el tiempo que dure el reinado–, ya que el sistema exhibe una contradicción de fondo: si el sistema electoral reproduce el caudillismo, el diseño Constitucional fue pensado para prohibir la reelección. Esta notable contradicción ha producido el desencanto democrático en 2023, por eso el auténtico ganador es el voto nulo, el voto de descontento.
Mientras no resolvamos este problema de fondo –la ausencia de estructuras partidarias reales–, Guatemala seguirá reproduciendo la apatía, el desasosiego y la preocupación con la que los guatemaltecos se acercan a las elecciones cada cuatro años.
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