Hace unos doce años, un 13 de marzo de 2013, llegó la noticia de repente: el obispo latinoamericano había sido electo el líder espiritual de los católicos. Desde entonces, el paulatino giro social y humano de la Iglesia católica marcaría un antes y un después. Aunque, desde la popularidad, el recordado papa Juan Pablo II lleva delantera —en cuanto a la recuperación del carisma y de la misión de la Iglesia— Francisco fue mucho más responsable al tener en mente que el reconocimiento de los errores no significa algo malo, sino todo lo contrario. Ese espíritu de intentar conectar nuevamente el discurso con la práctica, y de resolver la profunda separación entre la fe y la vida fue lo que le valió a Francisco ser tan duramente atacado por muchos «católicos», quienes estuvieron tan aferrados a los símbolos externos, que no se percataron de la sabiduría ni el legado de Jorge Mario Bergoglio.
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Para comenzar, el papa Francisco tuvo el coraje de iniciar lenta, pero decididamente, una revisión profunda del que puede verse como el error más grave de Juan Pablo II: la velada politización que incorporó a la estructura de la Iglesia, siendo dos sus principales defectos. El primero, más notorio, la autorización de un experimento que jamás debió ocurrir. La creación de una monstruosa iglesia paralela que gozó de una total inmunidad pastoral y política, el Opus Dei. Los frutos amargos de esa decisión seguirán empañando la imagen de la Iglesia católica por muchos años, principalmente, por el escándalo de las terribles condiciones con las que vivían las numerarias del Opus Dei. En esa misma vía, fruto de su espíritu revisionista, promovió una reforma profunda de las formas de vida consagrada de la Iglesia, lo que provocó la aceptación y la corrección de numerosos errores, tales como la del Sodalicio de la Vida Cristiana que, finalmente, fue cancelado.
Teológicamente, Francisco enfrentó temas muy agudos, pero necesarios en el mundo actual tales como la naturaleza depredadora del capitalismo, la necesidad de cuidar la casa común con una orientación decididamente ecológica (Laudato Si' del 2015). Así como la impostergable revisión interna de la Iglesia para ser más sensible a los cambios vertiginosos, tales como lo es el escabroso, pero innegable tema de la diversidad sexual. Justo por ello, Francisco fue valiente y emitió la declaración Fiducia Supplicans en el 2023, texto que no va en contradicción con ninguna norma previamente establecida, pero que promueve un discernimiento práctico —no oficial— tal como se interpreta de las palabras del texto. Para entender esta postura, hay que recordar que ya previamente Francisco había expresado públicamente una postura reconciliadora cuando el 28 de julio de 2013 declaró: «Si una persona es gay, busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla?».
Un elemento más sutil, pero más relevante, es la orientación política de Francisco, quien tuvo que frenar el sesgo derechista de sus antecesores: El papa Juan Pablo II tuvo el desatino de acercarse a la ultraderecha, tendencia que indudablemente influyó en su decisión de otorgarle ese estatus paralelo al Opus Dei. Así, el pasado de ambos papas indudablemente influyó: Karol Wojtyla probablemente vivió lo peor del régimen comunista polaco, mientras que Jorge Mario Bergoglio lo peor de las dictaduras de derecha latinoamericana. Incluso cuando dentro de la Iglesia católica existe mucha tendencia a obviar el papel político que juegan las autoridades eclesiales. Este asunto sigue siendo el gran tema pendiente por discutir, quizá no tanto por parte de las autoridades eclesiales, sino de los fieles laicos, quienes somos los responsables de hacer explícita estas reflexiones, tal como nos exhorta en la encíclica Gaudete et Exultate del 2018, o su muy influyente Fratelli Tutti del 2020, en la que abiertamente propugna la actividad política como una herramienta válida para los católicos para impulsar el bien común.
Si pudiera escoger una frase que sintetice la grandeza del papa Francisco, quizá diría que esta de 2016 se acerca a la sensibilidad política y social que lo caracterizó: Si «Una persona piensa en construir muros y no en construir puentes, no es un cristiano».
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