Se trata de una perspectiva analítica. De ninguna manera es una propuesta teórica, tampoco verdades irrefutables. Considero que la complejidad y lo complicado de nuestra historia amerita indagar, entenderla y actuar sobre la realidad para transformarla en busca del buen vivir.
Vivimos una época de turbulencias sociales, económicas, políticas y culturales, cuando la colonialidad es establecida a partir de «la imposición del colonialismo, donde la crueldad generalizada fue su marca distintiva y la violencia en todas sus manifestaciones la conductora del quehacer cotidiano y que permea mentes, conciencias y actitudes individuales y colectivas de manera general y total en la población guatemalteca» (Guzmán Böckler, Colonialismo y revolución, 2019).
Entiendo que la matriz de poder colonial, el enclave hegemónico, no solo se ha prolongado hasta nuestros días, sino que ya venía en formación desde la época del feudalismo, pasando por el absolutismo monárquico europeo y emergiendo transformada al inicio de los Estados capitalistas y colonialistas.
Elementos fundantes de ese enclave hegemónico han sido el Ejército, el clero, la burocracia, la diplomacia y las noblezas, que formaban un inflexible e impenetrable complejo feudal que regía toda la maquinaria del Estado y guiaba los destinos de este. La nobleza feudal siguió dominando el Estado absolutista en la época de la transición al capitalismo. El ejercicio del poder así centralizado procede, según Marx, de los tiempos de la monarquía absoluta y le sirvió a la naciente sociedad burguesa. El carácter feudal del absolutismo ha permanecido hasta nuestros días bajo la estructura formal y los imaginarios sociales del Estado-nación occidental.
Estamos asistiendo a una refeudalización manifestada, según Kaltmeier, en 1) el drástico cambio de la estructura social, que marca enormes desigualdades; 2) la refeudalización de la economía (el dominio de los sectores económicos preindustriales fundados en actividades extractivistas por la concentración de la propiedad de la tierra y por la acumulación por desposesión del espacio y de los bienes públicos); 3) los profundos cambios de normas sociales, valores e identidades (la erosión del principio meritocrático a través de ingresos no derivados del trabajo y de la capacidad, sino de la herencia, de títulos de propiedad y de la permanente corrupción; el consumo de bienes de lujo, factor central en la formación de identidad de la aristocracia monetaria; la compulsión crediticia de los segmentos sociales más bajos, que conduce a nuevas formas de servidumbre por deuda); 4) los muros materiales y mentales que segregan a la población (complejos residenciales exclusivos, lugares de consumo y de circulación de riqueza separados de los lugares públicos de libre acceso), y 5) la colonización del campo político por parte de esta aristocracia monetaria, que llega a puestos de poder e influencia política (despotismo) y de asistencialismo llevado a cabo por multimillonarios que transforman el estado de bienestar en caridad de carácter privado.
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El Estado, la división de poderes, la democracia y la soberanía son ficciones en esta articulación de enclaves coloniales que conservan autonomía relativa de poder, pero que en momentos de riesgo se articulan de manera firme para perpetuarse mediante la violencia, la corrupción, la seducción e imaginarios sociales que se interiorizan en los dominados como pensamientos, sentimientos y acciones propias.
Así, la patria, el país, la independencia, las revoluciones, la igualdad, los acuerdos de paz, la blancura racial como hegemónica, el atraso del indígena, la heroicidad del Ejército, el futbol, procesiones, cultos, espectáculos y otros símbolos y narrativas son instalados, desde el enclave hegemónico, en la subjetividad de los dominados para seguir como tales.
«El impacto de los imaginarios sociales sobre las mentalidades depende ampliamente de su difusión, de los circuitos y de los medios de que dispone. Para conseguir la dominación simbólica es fundamental controlar esos medios que son otros tantos instrumentos de persuasión, de presión, de inculcación de valores y creencias. La imaginación y el poder creador del ser humano se han visto truncados por el sistema en el que estamos insertos. Lo operativo, lo rentable, lo eficiente y lo razonable han dominado nuestros espacios de desarrollo» (Baczko, 1991).
Ni Estado ni democracia ni desarrollo. Es nuestra fatalidad. Y lo peor es que estamos atados por el colonialismo para reaccionar contra esa realidad.
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