Tengo la impresión de que muchas personas ateas se consideran más inteligentes o mejores que quienes expresan creencias religiosas. Y también percibo que muchas personas religiosas observan a los ateos y a las ateas con cierta conmiseración y en un plano de inferioridad.
En principio, no creo que por ser ateo seré más inteligente que alguien religioso. La razón es relativamente simple. Las inteligencias son múltiples[1], y desde hace décadas se trascendió la medición de las inteligencias a partir de aspectos cognitivos. En otras palabras, una mujer puede tener un doctorado en física cuántica, pero eso no significa que su inteligencia emocional le permita acceder cotidianamente a satisfacciones intrapersonales e interpersonales. Del mismo modo, un doctor en teología no tendría por qué ser más inteligente que un mecánico automotor, quien, en opinión de Noam Chomsky, ejerce un esfuerzo intelectual equiparable al de muchas otras profesiones.
Cualquiera que sea su sistema de creencias, usted debería ser valorado o valorada por sus actos y por su coherencia. No debería importar si usted se identifica con las derechas o las izquierdas. Lo que debería servir de referente es la coherencia entre sus palabras y sus actos, especialmente en la política, donde proliferan las quimeras que no tienen ideología, al menos en público, y donde la fe se ha convertido en un recurso de propaganda que atenta contra el Estado laico, que existe precisamente para garantizar el derecho a expresar cualquier tipo de creencia.
Me considero ateo. Y pese a las diferencias en la manera de pensar, he descubierto que muchas personas que admiro son profundamente religiosas. Son personas coherentes, humildes, perseverantes, y solo algunas tienen grados académicos o títulos que denoten autoridad.
También admiro a personas que se declaran ateas o agnósticas y que viven decentemente, actúan conforme a valores humanistas y contribuyen desde diferentes ámbitos al bienestar de su comunidad.
En contraste, el ejercicio puede realizarse a la inversa. Y si usted intenta caracterizar a las personas que más desprecia, es posible que encuentre factores en común como la incoherencia entre las palabras y los actos o conductas específicas que pueden ir desde la arrogancia y el cinismo hasta la manipulación de otras personas para lograr beneficios personales.
Debemos rechazar los juicios de valor acerca de los sistemas de creencias de otras personas. Esas creencias no son un buen referente acerca de las inteligencias, la integridad, la coherencia, la honestidad o los actos de esa persona. Juzgar a una persona por sus creencias es una forma de discriminación que no debería existir en un Estado laico. Juzgar a alguien por sus creencias es un camino hacia el absolutismo, el pensamiento único y la exclusión. Y ya hemos tenido bastante de eso.
¿Por qué dualidad?
Uno de los privilegios que he experimentado en este espacio de opinión es la revisión de estilo que realiza Julio Calvo, responsable de procesar las columnas para Plaza Pública. Por lo regular, esa revisión cuidadosa reduce las asperezas, los errores o los teclazos de quienes no tenemos el oficio de escribir.
Justo antes de publicar esta columna dialogamos con Julio acerca de por qué utilicé el concepto de dualidad en lugar de otros como pugna, conflicto, oposición o rivalidad. Caigo entonces en la cuenta de que en la columna no abordé el asunto, y eso me da la oportunidad de argumentar.
Pienso en una dualidad entre ateísmo y religiosidad toda vez que, desde mi particular punto de vista, los seres humanos enfrentamos un permanente diálogo y en ocasiones un conflicto entre la emoción y la razón.
Recientemente accedí a un artículo que negaba la posibilidad de desarrollar formas de inteligencia artificial que emularan la dinámica humana. El argumento central es que somos seres emocionales. No podemos deslindarnos de nuestra subjetividad, de nuestra emotividad, y, por consiguiente, resulta relativamente arrogante aspirar a una racionalidad vulcana cuando nuestra razón es, en cierta forma, una ilusión, una expresión de subjetividad. Del mismo modo, hasta la persona más espiritual e inspirada por visiones extáticas tendrá el recurso de la razón para aquello que considere útil.
Una persona que valore en exceso la razón en detrimento de la emoción, lo cual considero poco sano, podría eventualmente negarse a procesar racionalmente la muerte de una hija o de un hermano y podría mistificar la pérdida de diversas maneras. O bien, en un sentido positivo, la persona más racional que podamos imaginar difícilmente podrá resolver a través de la razón algo tan elemental como el enamoramiento intenso al inicio de una relación. El amor, en cierta forma, es una experiencia irracional y mística.
Por eso elegí el concepto de dualidad, en un intento de pensar los seres humanos en nuestra dinámica pendular entre lo racional y lo emocional, entre lo tangible que podemos medir y aquello que deseamos profundamente.
[1] Gardner, Howard (1983). Multiple Intelligences, ISBN 0-465-04768-8, Basic Books. En español, Inteligencias múltiples, ISBN: 84-493-1806-8, Paidós.
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