Para propios y extraños, ese período es uno de los más negros y tristes de la historia política brasileña. Junto con la supresión de todos los derechos políticos y civiles, que condujeron a la persecución y expulsión de políticos de distintas tendencias, se produjo también una feroz práctica de detención, tortura y desaparición forzada de centenares de personas acusadas de pertenecer al Partido Comunista y a los grupos armados.
Llegada la democracia y retomado el camino de la civilización en las relaciones políticas, esos crímenes han sido denunciados y rechazados, aunque no hubo juicios, mucho menos acciones reparadoras. Sin embargo, en la vorágine antipetista que desataron los grandes medios de comunicación y las élites económicas, resultó elegido presidente Jair Bolsonaro, defensor declarado de la dictadura militar a tal grado que ha programado actos civiles y militares para conmemorar el golpe y ha hecho pública, en el mismo Santiago de Chile, su simpatía por Pinochet.
Pero no solo es un admirador de los cobardes torturadores y asesinos. En su viaje a Estados Unidos se mostró servil y canallesco frente a Donald Trump, a quien de manera más que evidente ofreció el territorio brasileño para intentar una acción militar contra Venezuela. Si el dictador estadounidense quiere un Estados Unidos grande, Bolsonaro está dispuesto a empequeñecer Brasil para que su héroe estadounidense consiga su objetivo.
Pero resulta que, si bien Bolsonaro sabe mucho de torturas y de asesinatos de mujeres afrodescendientes, como se vio al establecerse que el asesino de Marielle Franco tenía vínculos estrechos con uno de los hijos del presidente, poco o casi nada sabe de invasiones y de guerras. Para los estadounidenses resulta urgente encontrar quien ponga los muertos que les permitan alzarse con el control de las riquezas venezolanas antes de que la popularidad de Guaidó se desmorone aún más, pues, si bien los soldados y oficiales venezolanos no están interesados en matar y morir, tampoco se ve disposición insurreccional en los contingentes guaidoístas.
Entendiendo que la invasión puede llegar por tierra, pero también por aire. El gobierno de Maduro ha decidido curarse en salud obteniendo de Rusia apoyo militar para enfrentar ambas posibilidades. Los rusos tampoco gustan de poner los muertos, pero no tienen empacho, como han demostrado en Siria, en poner en acción su tecnología de guerra para conseguir sus objetivos. Y Maduro y su gente se la juegan por ese lado. Si Estados Unidos desde la época de Obama anunciaba que Al Asad sería sacado del poder en un tronar de dedos, ocho años después las tropas estadounidenses van en retirada y Al Asad continúa en el poder apoyado directamente por Rusia.
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La incapacidad política de la oposición venezolana está llevando la cuestión a extremos insospechados. La belicosidad de Trump azuza sueños guerreristas en Brasil, pero tal parece que ni los militares brasileños ni mucho menos los colombianos están dispuestos a derramar una gota de sangre para satisfacer los intereses megalómanos de Trump y de sus marionetas Guaidó y Bolsonaro.
Por su lado, el Grupo de Lima (una OEA de segunda división) tampoco ha conseguido ver satisfechas sus ilusiones intervencionistas, aunque con sus prácticas nada responsables esté agudizando el problema humanitario que los sectores más desposeídos de Venezuela están viviendo.
Es de aplaudir la disposición de la Cruz Roja internacional de trasladar y distribuir la ayuda humanitaria sin concederle protagonismo a la oposición, tal y como pretende Estados Unidos, de evitar así un uso político de esta y de intentar, en cambio, que efectivamente llegue a los que, por causa del criminal bloqueo y de la fuga de capitales, están en situación difícil.
Antes que pensar en invasiones serviles, el gobierno de Bolsonaro tendrá que encontrar la manera de honrar la deuda que por compra de energía eléctrica para el estado de Roraima tiene con Venezuela. Tendrá que conseguir que Trump lo deje seguir usando el banco ruso que hasta septiembre del año pasado era el mecanismo encontrado para mantener iluminada y activa la vida económica de ese importante pero destrozado estado brasileño.
Por ahora, Guaidó no solo tendrá que quedarse con las ganas de entrar triunfante en un camión con supuesta ayuda humanitaria, sino que, como van las cosas, no tendrá el gusto de subirse a un tanque artillado con la bandera de las barras y las estrellas.
Venezuela y América Latina pasan por un momento más que crítico, pero, quién iría a decirlo, todo parece indicar que es Rusia la que con su sola presencia puede estar impidiendo una absurda guerra en la que los venezolanos, los brasileños y los colombianos pongan los muertos para que Estados Unidos se quede con el control de Estado y con las riquezas venezolanas.
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