Lo que sucede en Xela para septiembre es ya un guión conocido, un extraño ritual colectivo de patriotismo recalcitrante combinado con una invasiva saturación de marcas que se pelean hasta el último centavo de las ya vacías bolsas de los habitantes de este territorio extrañamente hermoso.
Narra la historia que el 13 y 14 de septiembre de 1897 se registró un enfrentamiento armado en las calles de Xelajú, que dejó cientos de cadáveres y la ciudad en ruinas, un evento sangriento del que poco se habla, pero se recuerda de forma simbólica y eso válida año con año el espíritu quetzalteco. Ojo, he dicho quetzalteco.
En un Estado con un desinterés sistémico y perverso por incentivar la creación de espacios libres y gratuitos para la recreación, cualquier evento es excusa para cohesionar. Los que suceden, en su mayoría, están cooptados por monopolios y por ello las convocatorias siempre serán masivas y eso fue lo que sucedió esa noche. La gente atendió al llamado y luego todo se descontroló, la explanada de la zona nueve no es más que un terreno abandonado que no está adaptado para este tipo de eventos. En el lugar no había alumbrado público, la puerta de acceso (al menos la única que pude ver), no era lo suficientemente amplia, el espacio fue circulado por ventas de cerveza y luego de cuatro horas del espectáculo, todo fue caos, angustia y de nuevo la ya tan familiar escena de cuerpos cubiertos con bolsas negras, cordones amarillos, símbolos patrios de este país condenado al dolor.
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El concierto del 14 de septiembre es lo más cercano que tenemos en Xela a Woodstock o a esos festivales de música que se dan en otras realidades. Año con año (a excepción de los dos años más fuertes de la pandemia), la gente es convocada bajo publicidad nacionalista y con eso, lo que ocurre luego es una postal de desinhibición pública. Vuelvo de nuevo a aquella tan trillada cita de Asturias que dice que «en Guatemala sólo se puede vivir loco o boracho»; ese día en Xela, se combinan ambas cosas.
Si de algo estoy plenamente convencido, es que nadie, absolutamente nadie, va a un concierto musical con la intención de pasarla mal. Vivir en un país como este, no es fácil. Somos hijas e hijos huérfanos de un país que nos abandonó y encima de eso, deja sobre nuestras espaldas la responsabilidad de sacarlo adelante, como si eso fuera fácil. Así pues, por un día un concierto «gratis» es un momento para cantar las canciones que ya nos sabemos de cajón, es una excusa para estar relativamente bien, porque no hay otra opción, la gente quiere divertirse, los pobres no tenemos muchas alternativas.
En Guatemala, como ya sabemos, es más fácil y barata una cerveza que un libro y lo que pasó este terrible 14 y 15 de septiembre en la mal llamada cuna de la cultura no fue nada más que la suma de todos nuestros males históricos. Otra vez, porque acá siempre será otra vez: venta excesiva de alcohol, cero protocolos de emergencia, empresas a las que sólo les interesa el dinero y nunca velan por la seguridad de sus consumidores. Lo que pasó esa noche fue una puerta angosta en la que pretendían que salieran al mismo tiempo más de 30,000 personas.
Vaya metáfora de este país, vaya imagen que nos recuerda que estamos condenados a que las tragedias se repitan una y otra vez. Mi pesar por las víctimas y sus familias.
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