«¿Quiere lichas?», ofreció con alegría. La pequeña balanceaba con gracia una canasta de frutas sobre su cabeza. Lamenté como nunca haber salido de casa sin billetera. Sin embargo, no pude evitar intentar sacar conversación. La pequeña es dulce y conversadora, pero no podía disimular su prisa por continuar con la tarea encomendada. Conversamos brevemente:
—¿Cómo se llama usted, niña hermosa? —pregunté.
Volvió a sonreír. Entendí que no quería decirlo y acepté su gesto amable a cambio.
—¿Cuántos años tiene? —pregunté después.
— ¡Ocho! —se apresuró a responder contenta mientras yo pensaba que parecía tener apenas seis.
—¿Y está estudiando, señorita linda? —pregunté casi adivinando la respuesta.
—Mi mamá no me puso este año —dijo ella con melancolía.
Sentí que en todo el edificio se alcanzó a escuchar cómo mi corazón se estrujaba al comprobar la realidad. No supe qué decir.
No podía comprar las frutas que ofrecía. Una avalancha de deseos, impulsos y emociones se derrumbó sobre mí. No sabía su nombre y desconocía su historia y procedencia, pero estaba convencida de que algo podría hacer para que ella pudiera estudiar. Entonces, una voz me regresó al instante:
—¿Vas a llevarte un libro? —le preguntó cálidamente Sandra, la bibliotecaria.
—Mi mamá me dijo que no —expresó la niña justo cuando yo pensaba que la historia ya era suficientemente cruel—. Entonces paso mañana —se despidió apresurada.
—Ella pasa casi todos los días ofreciendo su venta. Aquí se entretiene leyendo libros, pero, como se tarda, seguramente por eso su mamá se preocupó —explicó Sandra.
Si algo hago veloz es elucubrar planes razonables instantánea e instintivamente, así que procedí a madurar la estrategia para obtener la información: necesitamos saber dónde vive y cuál es la razón justificada para que su madre se vea en la necesidad de ponerla a trabajar. Sé que es probable que sea así. Muchas veces no logramos imaginar lo que toca desafiar en la pobreza, especialmente cuando no conocemos la cruel realidad que se afronta en las comunidades sumergidas en la miseria.
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Posiblemente sea un caso similar al de Matías, el niño de dos años por quien la abuela lava ropa hasta de noche para salvarle la vista (por accidente le cayó en el ojo una brasa de carbón incandescente). Podría ser como el caso de Vilma, la nena a quien le dio cáncer. Su familia vendió hasta lo puesto para poder llevarla a tratamiento en la ciudad dos veces por semana durante meses. O quizá podría parecerse más al caso de Miguel, el niño que a sus nueve años trabaja como adulto para sostener sus estudios y a su abuelita no vidente, la única familia con la que él cuenta.
Definitivamente nos falta ver con empatía la subsistencia precaria que les toca afrontar a algunos. A veces es más fácil repetir discursos absurdos como «las personas son pobres porque quieren» o «querer es poder». Yo puedo asegurar que las cosas no son tan sencillas. Para un niño que vive con la falta de oportunidades, mientras más lejos esté de la ciudad, esas oportunidades se van restringiendo. Cuando toca la mala ventura de nacer pobre, como le toca a la mayoría en este país, no basta con trabajar la vida entera para salir de donde se está, pues los salarios dan pena.
Te toca sobrevivir al hambre por días enteros, aguantar frío por las noches mientras intentas no enfermarte, hacer que tu cuerpo desnutrido resista a las enfermedades, superar con optimismo la educación desprovista de calidad (que no te capacita ni para deliberar por ti mismo ni para optar por un empleo medianamente aceptable) y someterte al mandato religioso de «tener los hijos que Dios mande» sin conseguir el carácter para rebelarte, situaciones que la mayoría de personas que tenemos acceso al Internet no podemos siquiera imaginar.
No se necesita un título universitario para notar que no estamos preparados para ser un tercer país seguro. No somos un país en capacidad de ofrecer humanas oportunidades ni siquiera a nuestros propios niños. Mucho menos estamos en capacidad de prometer oportunidades a personas que vienen huyendo de estas condiciones en sus propios países.
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