La sequía, la depresión económica y las tormentas de arena que azotaron estados como Oklahoma, Texas, Arkansas y Misuri provocaron cuantiosas pérdidas en los cultivos y empobrecieron a sus residentes, quienes tuvieron que optar entre migrar a otras localidades o morir de hambre. Uno de los estados de destino fue California, el cual, por medio de su Ley del Indigente de 1933, tenía la potestad de rechazar a los inmigrantes pobres en sus principales puertos de entrada.
Traigo a colación esta historia de migración y desplazamiento internos publicada en un reporte de la Radio Pública Nacional estadounidense porque las migraciones domésticas o internacionales son parte del ADN de este país. Lo son también los recurrentes intentos de criminalizar a los inmigrantes y a las personas pobres. Y aunque la nota de referencia se enmarca dentro del desplazamiento por razones climatológicas, que podrían repetirse a causa de los efectos del acelerado cambio climático, esta nos remite inmediatamente a los miles de empobrecidos y desesperados hondureños que han emprendido, ellos también, una odisea descomunal hacia el norte.
Las crónicas de este medio y otros reporteros centroamericanos nos han develado, una vez más, cómo luce y cruje la desesperanza en uno de los países más violentos del planeta, así como las penurias que no le son propias solo al país hermano, sino también a la región mesoamericana. Contrario a la actitud de menosprecio y rechazo de Donald Trump, quien no escatimó tiempo para mandar tuits fulminantes y amenazantes a los mandatarios del Triángulo Norte y de México para que contuvieran «el embate de inmigrantes ilegales» (lo cual se refleja mucho en esa ley de marras de los años de la depresión), el presidente electo de México, Andrés Manuel López Obrador, se desligó de la narrativa hostil de su homólogo y prometió visas de trabajo a quienes hoy, con justa razón, se cataloga como refugiados económicos.
No me sorprendió mucho esta noticia. Recuerdo que, hace algunos meses, Plaza Pública publicó una entrevista a un investigador mexicano, Carlos Heredia Zubieta, quien indicaba que México necesitará de mano de obra debido al envejecimiento de su población. No me imaginé que sería tan pronto, pero al menos López Obrador muestra más visión y comprensión de las dinámicas migratorias y económicas que el intransigente y cruel mandatario del norte. En dicha entrevista, Heredia Zubieta apunta que México ya completó una transición demográfica, lo que implica que en muy pocos años su país «tendrá que importar trabajadores, sobre todo guatemaltecos y hondureños, no solo en estados fronterizos como Chiapas, Campeche y Tabasco, donde hoy trabajan obreros agrícolas en las fincas cafetaleras y albañiles en la construcción en Cancún», y que, «al final de la década de 2020, México va a necesitar masivamente trabajadores centroamericanos para todo el territorio mexicano».
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Obviamente, para que esto ocurra, todavía hay mucho trecho que caminar y las políticas migratorias en México tendrán que ajustarse con el fin de atender la demanda de los países del Triángulo Norte, lo cual incluso requerirá conversaciones con los Gobiernos del área para que dicha migración se efectúe de manera coordinada, con los mínimos estándares de trabajo, prestaciones, derechos laborales y salarios dignos, aun si solo se tratara de visas de trabajo temporal.
Economía y migración van siempre de la mano. Y a esto se suman hoy las consideraciones de índole climática, pues las calamidades naturales, cada vez más constantes, afectan usualmente a los menos favorecidos, a quienes expulsan de sus localidades y obligan a migrar. Así que, si alguien todavía cree ciegamente que la economía de libre mercado y los modelos de desarrollo depredador (que solo les apuestan al crecimiento económico y al derrame) funcionan, tiene fe incontenible en el individualismo o se opone a la distribución equitativa de la riqueza y demoniza los bienes públicos, las caravanas demuestran una vez más que seguiremos condenados a administrar crisis, precariedad, violencia, desesperanza y éxodos.
Ya es tiempo de que las élites económicas y políticas de Centroamérica se pongan literalmente la mano en la conciencia y, con el mismo ahínco con que intentan combatir la corrupción, combatan también el racismo, la marginación y la exclusión.
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