Más de tres millones y medio de ucranianos han escapado de su país. Los antiguos países satélites de la desaparecida Unión Soviética y hoy miembros de la Unión Europea y la OTAN, les han abierto las puertas incondicionalmente. Menos visibles han sido las noticias sobre discriminación y rechazo que otros grupos han recibido en las fronteras, como es el caso de estudiantes y trabajadores africanos y asiáticos que «no lucen rubios y con ojos azules», como un comentarista europeo describiera y legitimara a los refugiados ucranianos al inicio de la invasión.
El fin de semana pasado, el presidente Joe Biden viajó a Polonia para intentar liderar una supuesta unión entre Estados Unidos y Europa contra la amenaza rusa. Aprovechó la ocasión para visitar un campo de refugiados donde se le ve repartiendo muestras de afecto a diestra y siniestra, y portar en brazos a una de esas niñas y abrazar a una de las madres ucranianas agradecidas por el sostén estadounidense durante la crisis. Unos días antes, el presidente prometía que Estados Unidos recibirá a 100,000 refugiados ucranianos.
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El lector pensará que esa cifra es minúscula en proporción a la población ucraniana que asciende a casi 45 millones de habitantes, de los cuales casi un cuarto ha sido desplazado por la guerra. Sin embargo, vaya contraste con el mensaje de la vicepresidenta Kamala Harris hace casi un año en ciudad de Guatemala al sentenciar a los guatemaltecos (y sus vecinos en la región) de que no hicieran el viaje hacia el norte. «No vengan, no vengan» suplicaba firmemente a los habitantes de una región que, si bien no sufren los embates de una brutal guerra, tampoco tienen muchas opciones en sus poblados de origen, desesperados por los niveles de corrupción, violencia, inseguridad y desastres climáticos que solo exacerban las ya severas desigualdades sociales.
A pesar de que estas comunidades no viven bajo las bombas aniquiladoras de un cruel enemigo, las condiciones de sobrevivencia en muchas de estas localidades parecieran a veces salidas de guerra, en cuanto a que sus estados son prácticamente fallidos y con instituciones débiles (ahora corroídas por el crimen organizado y líderes cada vez más autoritarios) que no han logrado sostener sus sistemas democráticos una vez silenciadas las armas. Por generaciones, los gobiernos de la región y sus élites patrocinadoras han sido incapaces de construir la infraestructura necesaria (desde carreteras, escuelas, hospitales y viviendas), invertir en programas sociales que saquen a millones de la pobreza o la desnutrición, o fomentar sistemas económicos incluyentes que no obliguen a ninguno a huir.
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A partir de marzo, refugiados de Ucrania y Rusia tienen prioridad en sus solicitudes de asilo, mientras que cientos de inmigrantes de otras partes del mundo continuarán bajo el escrutinio de medidas como el Título 42 que ofrece discreción a los agentes fronterizos de negarles entrada. ¿Por qué esa diferencia entre unos y otros? Como indica la periodista estadounidense Mary Turk especializada en temas migratorios, el racismo imbuido en las políticas migratorias es de larga data y explica la diferencia de tratamiento entre los refugiados ucranianos y otros migrantes y potenciales refugiados centroamericanos.
Como Turk apunta, la jerarquización de categorías raciales o étnicas en la selección de inmigrantes y naturalizaciones data de la época de Benjamín Franklin, cuando el prócer alerta sobre la llegada numerosa de germanos que no lucen ni hablan como los criollos ingleses; o una ley de 1790 que requería que cualquier inmigrante que quisiera naturalizarse fuera una persona blanca y libre. Esta no sería la última política restrictiva basada en la complexión racial o étnica de los inmigrantes. Como afirma Turk, no es que los refugiados ucranianos no ameriten toda solidaridad y apoyo. También lo merecen el resto de refugiados del mundo, no importando su raza o etnia.
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