Guatemala padece mucho de funcionarios sin autoridad ni experiencia conveniente, pero hay algo peor, se trata del accionar de aquellos que ejercen autoridad sin la experiencia debida porque fueron colocados en el puesto a dedo y, a falta de saber y pericia, la practican a lo Juan Palomo: «yo me lo guiso, yo me lo como».
La autoridad que se ejerce desde un puesto de servicio debe sustentarse en el conocimiento y la práctica previa. De sobrada indecencia es asumir roles para los que no fuimos preparados. Esa mala práctica es iterativa en nuestro país cada cuatrienio cuando, los puestos de elección popular, son copados por las personas más inescrupulosas que se pueda imaginar.
Otro arquetipo de indecencia son los Out sider, me refiero a las personas que, estando al margen de los principios de una institución, convierten un puesto de servicio en una torre de mando. La sintomatología de tales individuos constituye un verdadero abanico, pero el principal signo (que se puede vivenciar) es concerniente a los cambios que sutilmente pretenden hacer, imponiendo modelos que distan mucho de la filosofía de la institución a donde llegaron por amiguismo o enviados para hacer daño y destruir.
¿Por qué todas estas acotaciones? La respuesta es una: estamos entrando al lapso de la postpandemia y se necesitan, en todos los niveles sociales, líderes con entendimiento, juicio y talento.
Desde que se declaró que la enfermedad provocada por el virus del SARS-CoV-2 se trataba de una pandemia me puse a estudiar la historia de estos fenómenos. Partí de la Pandemia de Atenas cuya primera documentación se data en el año 430 a.C. ¿Qué decir desde cuatrocientos años antes de Cristo hasta el siglo XVII de nuestra era? (centuria que estoy estudiando). Pues, que hay una repetición de cuatro malas acciones del ser humano: corrupción rampante, propagación de noticias falsas, defenestración de la ciencia en aras de los supuestos y retorno a las mañas que se dejaron de lado a manera de efímero arrepentimiento. Esta última muy practicada por los líderes de las diferentes categorías de la sociedad.
Entre las recomendaciones que se nos hacen a las personas que trabajamos en las obras de la Compañía de Jesús hay una que me fascina porque se puede adaptar a muchos de nuestros entornos. Se trata de estar ojo avizor a cierto tipo de individuos que son verdaderos engendros del mal. De ellos se dice: «No hay peligro más grande que la persona que se disfraza de ignacianidad cuando le conviene». Como se puede notar, la palabra ignacianidad puede sustituirse por adjetivos como cristiano, católico o evangélico. Y conste, la persona también puede disfrazarse de buen líder, buen político o buen guía espiritual (indistinto de qué religión sea). Se convierten así en una terrible bomba de tiempo que puede explotar en el momento menos deseado.
Así las cosas, quiero que el lector caiga en la cuenta que estamos iniciando el lapso de la postpandemia de COVID-19 y tenemos a granel secuelas físicas, emocionales, sociales, económicas y que nos falta mucho por descifrar a cabalidad del virus, la enfermedad y las consecuencias a mediano y largo plazo. Ha de recordarse que no fue sino hasta 1948-1950 cuando se comprendieron no pocos procesos patológicos provocados por el virus de la influenza que azotó a la humanidad a partir de 1918.
Por esa razón reitero esa pauta indispensable para un superior jesuita que se puede transpolar a cualquier ser humano que ejerza algún liderazgo. Reza de manera completa: «En cuanto a la sanidad, apariencia y edad debe haber decencia y autoridad. La edad no debe ser ni de mucha vejez, que no suele ser idónea para tal cargo, ni tampoco de mucha juventud sin autoridad ni experiencia conveniente».
Resalto las palabras decencia, autoridad e idoneidad. Debieran constituir, más que representaciones mentales, la esencia de toda persona que ostente alguna condición de líder en estos críticos momentos de nuestra historia porque, junto con la postpandemia, están regresando las mañas de aquellos temporalmente contritos.
Más de este autor