Primero, debemos reconocer que vivimos en una sociedad en donde los ámbitos del Estado, así como los de la iniciativa privada, están marcados en su mayoría por la preeminencia masculina. Pocas son las mujeres que han logrado traspasar esos muros de cristal, sutiles y a veces no tanto, que impiden el fácil acceso del género femenino a los espacios reales del poder. En ocasiones, también, las pocas mujeres que han llegado a alcanzar altas posiciones y que han tenido un desempeño honroso deben tener una coraza casi inexpugnable a prueba de críticas, pues los medios son más mordaces con ellas. También están esas otras, hay que reconocerlo, que actúan con menos vergüenza, que se han aprovechado de su rol como mujeres para lograr sus intereses personales y que se han convertido en una especie de vampiresas, tipo Doña Bárbara, devoradoras del dinero del Estado (que es decir el del pueblo), el cual han saqueado como aquellas mujeres que se enriquecen a costa de hombres ingenuos.
Segundo, resulta que es un hecho comprobable a simple vista que, en los círculos de la clase media, la mujer que habla de política, o bien que quiere hacer política como una forma de vida, sufre de cierta marginación social, que, si lo decimos en términos amables, se traduce solo en indiferencia, en murmuraciones a sus espaldas sobre su integridad sexual, mental y económica. En el menor de los casos se la castiga con el silencio a su alrededor. Es decir, con hacerla invisible a ella y sus acciones positivas, así como con ataques desmesurados cuando se le ocurre cometer algún error. Eso, sin decir que las mujeres de escasos recursos, salvo una que otra excepción (que se da más bien por razones extraordinarias), están en su mayoría fuera de toda posibilidad real de lograr acceder al quehacer político nacional.
Tercero, en Guatemala no existe una cultura política (en el sentido real y amplio de este término) que eduque a los ciudadanos, mujeres y hombres, para ejercer no solo el voto, sino también la posibilidad de manifestar sus opiniones de manera pública. No existe una cultura que haga ver las ventajas del buen gobierno, la necesidad de la autorregulación, la importancia de juzgar y condenar a quienes abusan no solo de su poder como funcionarios, sino que malversan los fondos públicos, por ejemplo. La represión y el miedo que se generaron a lo largo de nuestra historia reciente impiden, aún, que la mayoría de personas se abstengan de decir lo que realmente piensan, y más aún que estén dispuestas a mostrar su descontento de manera pública.
Finalmente, los altos niveles de corrupción, la impunidad y el tráfico de influencias, e incluso de favores sexuales, son situaciones que una mujer debe tener presentes (para ver si cede a ellas o se niega) cuando decide optar por una carrera política, primero dentro de un partido y luego, si es favorecida por el voto popular, para mantenerse en el puesto alcanzado.
Así, pues, no es fácil para una mujer con sólidos principios decidirse por este camino.
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