«There must be some way outta here»,
said the joker to the thief.
There’s too much confusion
I can’t get no relief.
Businessmen, they drink my wine.
Plowman dig my earth.
None of them along the line
know what any of it is worth.
Esos versos de Bob Dylan siguen siendo mis preferidos bajo la guitarra de un Hendrix al que le agradezco una noche de luna llena en Estocolmo —perdido a la salida del metro y finalmente encontrado en la puerta del hotel— escuchando Purple Haze.
Al llegar a casa me sumerjo en una tarea escolar sobre áreas y perímetros que me hace alegrarme de que el año escolar esté a punto de terminar. En la entrega de notas sabremos si mi hija y yo hemos aprobado el tercer grado gracias a los tutoriales de Youtube, que nos han causado horas de risas, y al grupo de Whatsapp de las madres de grado en el que estoy infiltrado.
Hace una semana traté de ignorar todas las publicaciones de quienes conmemoran la ejecución del Che Guevara para no entrar en un campo minado. Mucha gente considera inaceptable no tener empatía por la siniestra iconografía de izquierda, aunque se trate del mayor vendedor de camisetas de la historia. Así que abro el periódico con la esperanza de no encontrarme frente a otro dilema. Las noticias me dicen que se cumplieron 100 años del fusilamiento de Mata Hari. Nadie ha compuesto, hasta donde yo sé, una ópera punk sobre esta figura, y es una auténtica pena. Leo también sobre un minidrama fresa: que Ivanka Trump piensa que tuvo una época punk, ya que se tiñó el cabello de azul y lloró durante un día la muerte de Cobain. Confundir punk con grunge es un elemento sospechoso de la ética de una persona que susurra al oído del tipo que tiene los códigos nucleares.
Una invitación a una piñata aparece sobre la mesa de la cocina y veo la ilusión en los ojos de mi hija pequeña. Creo que me emociono con ella. Ironía suprema para alguien que siempre disfruta del pleno ejercicio de un bajo índice de sociabilidad y de su incapacidad de hacer small talk. Digamos que mis habilidades nunca estuvieron bien con los extremos de la vida: lo mismo huía de bautizos que de funerales y bodas. Como lo hago ahora de reuniones de columnistas y, aun con más pavor, de mítines políticos de solidaridad con las revoluciones sudamericanas no solo por las obvias diferencias —no simpatizó con la corrupción—, sino especialmente pensando en la banda sonora.
La vida de migrante alejó —para mi no bien disimulado alivio— muchas de esas ocasiones sociales de mi agenda, que ahora se puebla de fiestas infantiles temáticas sobre personajes de televisión.
La medianoche se acerca. Niñas y esposa dormidas. Dejo que la energía del sonido de Radio Moscow me embruje: New Beginnings revitaliza el rock y hace de este tránsito del final de octubre algo digno de ser escuchado.
Quizá mañana tendré energía para enfrentarme a la Hincapié y seguir dos telenovelas paralelas de litigio malicioso en las cuales unos alegan persecución selectiva por ser de izquierda y otros por ser de derecha. Lo que queda de octubre está aletargado en un perverso statu quo que sigue a la calma que vino luego de la tormenta.
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