Todos tenemos amigos, vecinos, parientes y conocidos de todo tipo. La vida pasa normal: nos saludamos, nos despedimos con ese tan guatemalteco «a ver cuándo nos juntamos», que no es sino una manera socialmente aceptable de decir que nos importa un pito si lo hacemos o no.
Transcurren los meses y los años. Un día cualquiera, alguien fallece. La noticia se esparce y, casi por perversa magia, la persona se convierte en un ejemplo de virtud, de lucha, de perseverancia, de actitud valiente frente a la vida. Nos lamentaremos secretamente de las tantas veces que perdimos la oportunidad de tomarnos una selfi para publicarla ahora y demostrar nuestra cercanía.
Y quien no ha estado dentro del círculo social puede lamentarse de no haber tenido el placer y el honor de conocer a la persona recién fallecida, de haberse perdido la contemplación de su ejemplo, el asombro por su talento y el enorme gusto de estrecharle la mano. Los escritores (cuyos libros nunca compramos porque reservamos el dinero para libros de verdaderos famosos) son ahora originales glorias de la literatura. Los ahora héroes se mencionan con cantidad de títulos: analista, filántropo, licenciada en esto y con maestrías en lo otro y aquello, estudios especializados por aquí y por allá, visionaria incomprendida. Si fue un mujeriego y dejó hijos regados, le dirán viril. Si fue una señora maltratada hasta por sus hijos, le dirán madre ejemplar y abnegada.
Lo peor del caso es que no se da por hipocresía, aunque, de que hay casos, los hay. Se trata de un rasgo humano. Quizá estamos tan enredados en nuestra competencia con otros que reconocerles méritos, especialmente en público, puede ser peligroso para nuestra autoestima. También estamos tan metidos en nuestra propia lucha que no tenemos tiempo para ver lo que sucede en la colina vecina.
Falleció recientemente un legislador, y fue la única manera de que se conociera la larga lista de iniciativas en las que había trabajado y de que sus amigos, admiradores y colegas emitieran, por fin, una opinión. En vida, el legislador andaba solo con sus ideas. Ni su propio partido le paraba bola. Quizá le hubiera servido de bastante que sus iniciativas recibieran un tercio de la cobertura que les cayó del cielo con solo morirse.
Hay un elemento a reconocer. Es que, cuando alguien muere, publicar sus defectos suena de muy mal gusto y nos haría quedar mal, así que no hay necesidad. Imagínese: «Borrachín de segunda, chismoso y mujeriego». Que el cielo nos ampare. Así que se irá de este mundo calificado de muy social, comunicativo y apreciador de la belleza.
Por eso me gustó mucho ser testigo de algo cultural en un país que, para mi desconsuelo, no es latinoamericano.
No fue necesario que la persona muriera. Nos reunimos en círculo para desearle lo mejor luego de que se le notificara un traslado. Luego, cada una de las personas presentes tomó brevemente la palabra y describió lo que le parecía bueno de aquella persona usando una anécdota. Fue para grabar y luego publicar, pero me pilló desprevenido. También presencié una ocasión similar, pero nadie tomó la palabra con aquella espontaneidad. Fue formal y hablaron los jefes. Con ello aprendí que no se trataba de un rito social, sino de algo genuino.
Hace poco volví a presenciar algo parecido en similares circunstancias. No fue obligatorio hablar. Lo hizo quien sintió el impulso.
Por mi parte, la reflexión me dice que debo aprovechar siempre que tenga una oportunidad de decirle algo bueno a alguien. Ello me obligará a estar atento, a notar detalles y a desprenderme de ese rasgo cultural negativo. No me importará que, también por cultura, alguien piense: «¿Qué me querrá sacar?».
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