Entrando a los traviesos seis, leía las aventuras del audaz enmascarado Dick Turpin, unas historietas con grabados alucinantes que me pasaba copiando día y noche. Bajaba las gradas de bolita por correr con una máscara de paño verde que en el calor de Gualán me dejaba con salpullido el resto del día. En ese mundo de arcabuces, felonías y tunantes aprendí la fascinación por el idioma y ya nadie me entendía una palabra, ¡pardiez!
Por ese tiempo, al otro extremo del péndulo de mi infancia, falleció María Reyes de Alvarado, mi bisabuela materna. Cien años de vida, poco oído y ninguna vista, pero a mis cinco teníamos conversaciones interminables. Tocábamos temas que iban desde los pelillos de la salvia hirsuta, que yo traía de la huerta para sus tisanas, hasta el trino de azulejos en el árbol de anonas, las más dulces de Granados. La muerte, como ausencia irreversible, entró al estante de conceptos sentidos antes de que les diera forma Zenón de Citio: no pierdes a alguien; perdiste el tiempo que no compartiste con ese alguien.
Dick Turpin fue ejecutado por la Corona inglesa en 1739 y retornó 100 años más tarde en la novela de William Harrison como caballero galante, capaz de gestos tiernos y desalmados, de proezas y torpezas, de lealtades y traiciones. Era tan fácil identificarse con él. El carnicero perseguido por cazar ciervos del bosque real de Waltham encarnaba la rebeldía del pueblo y por ello estaba bien que se desquitara mordiendo las postas de correo aquí y allá. Foucault sabía que la fascinación del pueblo por los monstruos ayuda a montar el teatro donde el soberano les corta la cabeza para edificación de los espectadores y moderación de los inquietos.
Como todo lo que rebasa el paréntesis humano, 100 años tienen el sabor terroso de lo eterno. Pero la pátina de un siglo es un débil barniz, y las ruedas del tiempo giran más rápido de lo que uno se imagina. Con medio siglo actuando esta presencia, he visto grandes piezas del tablero ser devoradas por el tiempo con la avidez de Saturno en el cuadro de Goya. He visto los monstruos ingresar a la memoria colectiva vestidos de prócer y las calles de mi ciudad recibir los nombres que hacen falta para nunca olvidar la ignominia. Quizá nos faltan estatuas para que nuestros nietos las derriben.
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Por 100 años Estrada Cabrera dio en concesión el ferrocarril a la United Fruit Company, en 1904, y por 50 Álvaro Arzú lo concedió nuevamente a RDC. También por 50 años las administraciones de Portillo, Pérez Molina y Maldonado Aguirre, entre 2000 y 2015, contribuyeron a entregar el control de Puerto Barrios a Chiquita Brands, sucesora de la UFCO. Si las múltiples razones para dudar de la legalidad de esta última concesión no bastan para cerrarlo, el ciclo bananero estaría marcado hasta 2048. Y tal vez más allá.
En la perspectiva del Estado, un siglo pasa rápido, cinco katunes son una exhalación. Solo parecen eternos por la especulación combinatoria que representan las 25 administraciones de gobierno que en ese término recibirán en sus manos el delicado porvenir de la nación. Veinticinco experimentos, tiritos, colazos, en la destartalada bicicleta del pueblo. Por eso el bicentenario no merece tanta atención como la que haría falta, por ejemplo, para un pensamiento prospectivo de largo plazo hacia un país moderno y una sociedad civilizada.
En ruta al tricentenario nos esperan desafíos pesados, cambios lentos y consensos frágiles. La democratización del poder público, entre el 2030 y el 2040, daría condiciones previas para la recuperación, el rescate, la reparación, la rehabilitación, la reconstrucción y la reconciliación. Lo machaco por masoquismo: en el fondo no creo que hayamos tenido mejores cosas en el pasado. Sé que el mundo cambia tan rápido que nuestro potencial de ventajas competitivas —carga hídrica, diversidad biológica, riqueza del subsuelo, posición geoestratégica, bono demográfico— podría estar obsoleto antes de haberlo aprovechado.
También sé que son duras de tragar las lecciones del último centenario. Pero dudo que en la conciencia ciudadana esté clara la contribución de la inteligencia militar, de la caridad cristiana y de la moral burguesa a la bancarrota social, económica y política del país desde la proclama de 1821 y lo arriesgado que sería caminar hacia el tricentenario sobre la misma trinca ideológica.
La antevisión del objeto, esa tarea seminal, esa chispa que falta, me recuerda las bolitas de masa que frotaba en círculos sobre la batea con levaduras de un siglo, con el infaltable antifaz de paño verde, anticipando con la imaginación el fruto del esfuerzo: el canasto de bollos bajo las hojas de jocote, junto a la mermelada de guayaba.
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