Fue en la Edad Media cuando surgieron imágenes de un Satanás visible y siempre relacionado con el sufrimiento y las calamidades. Esta condición empeoró cuando la humanidad sufrió el azote de la peste bubónica. A falta de un esclarecimiento científico las explicaciones se decantaron para las consternaciones del infierno.
¿A cuenta de qué estos párrafos iniciales? En seguida le cuento.
El año 1974 se estrenó en Guatemala una película llamada El Exorcista. Los efectos visuales, para la época, eran terroríficos. Algunos meses después un amigo que terminó siendo psiquiatra me comentó (textualmente): «Yo no sé la razón por la que se empecinan en pintar el mal de una forma tan aberrante. Quizá sea para distraer la atención porque lo tenemos a diario enfrente con los asesinatos, las guerras, las infidelidades conyugales, los robos, los asaltos, las estafas y todos los engaños gubernamentales que día a día sufrimos y a los cuales ya nos acostumbramos. Ese es el verdadero mal». No pude sino reafirmar sus juicios.
Años después, el antropólogo Carlos Rafael Cabarrús (jesuita), explicó en un grupo de diálogo: «El mal es bonito, gusta, atrae, fascina, envuelve, mete a la persona en un capullo del cual no puede salir, y cuando ya está bien enmarañado, le saca su verdadero rostro y le dice: “Este soy yo, te engañé, este soy yo”. Para entonces, esa persona ya no puede zafarse del enredo en que está metido y sucumbe, porque el mal nunca paga bien».
Aquellos diálogos —sostenidos con cuarenta años de diferencia— me hicieron buscar algunas definiciones acerca del mal. Fueron muy pocas las que encontré. Había, en la literatura y en las redes informáticas consultadas, más explicaciones que definiciones. Y de todo lo buscado rescaté dos definiciones y una explicación acerca de qué y cómo es.
La primera la encontré en el evangelista Juan, quien lo define como «[…] homicida desde el principio y padre y señor de la mentira». (Juan, 8:44). Recordé entonces que la mentira ha sido el arma principal de quienes, desde los puestos de mando de los Estados, han fomentado las guerras y robado a los pueblos, incluso, durante las crisis más severas de sus semejantes aprovechándose hasta de sus enfermedades. Disfrazados de presidentes, ministros, secretarios de Estado, diputados, funcionarios judiciales y cualesquiera otros cargos desde donde han podido medrar.
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La segunda la encontré en unos textos concernientes a los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. Él lo adjetiva como: «Enemigo de natura humana». Alguien me dijo que los enemigos naturales pueden ser los fenómenos de la naturaleza como los huracanes y los sismos. Yo le respondí que esos sucesos son justamente eso, fenómenos; pero el enemigo al que se refería san Ignacio iba más en el orden de las injusticias sociales, de las crueldades del narcotráfico y el tráfico de personas, de las malas acciones de los políticos y, por qué no decirlo, de los falsos líderes religiosos.
La tercera, más que una definición, es una explicación. Según Morris West, considerado un profeta actual: «El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y la compasión. No es simplemente la ausencia del bien; es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible»[1]. Recordé entonces el gravísimo daño que se le hizo a la población guatemalteca con el pésimo manejo gubernamental que se le dio a la pandemia de Covid-19. Desde la compra de pruebas falsas hasta el affaire de las vacunas Sputnik. ¿Hubo algún desenlace? Vaya usted a saber.
Así que, si desea ver el mal personificado, no busque en las películas de exorcismos. Baste ver el rostro de muchos funcionarios de Estado con su mirada vacía, ausente, velada y opaca. Baste oír sus discursos plagados de mentiras y falsedades. Baste tener a ojos vistas sus traiciones al pueblo de Guatemala y tendrá al mismísimo chamuco enfrente, aunque no huela a azufre sino al aroma de algún perfume caro.
«Los ojos son las ventanas del alma», dijo el jesuita Javier Rojas, y a la vez explicó: «Me cautivan los ojos que irradian sencillez, transparencia y sorpresa. Estoy convencido de que la mirada de una persona dice mucho de quién es ella». Y también explicitó sobre la contradicción: «Da pena ver miradas tan tristes, tan vacías, tan superficiales e incluso, perdidas», y cerró luego su alocución magistralmente: «Por eso cautivan los ojos de las personas que transmiten frescura y libertad»[2].
Amigo lector, sepa usted que, el mal, no tiene mirada de frescura ni de libertad.
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