Si hay un consenso más o menos universal de que los mercados son un instrumento de eficiencia, pero bastante ciegos y torpes ante el problema de la equidad; si la acción pública y la acción colectiva son dos instrumentos poderosísimos para procurar equidad; si la gran mayoría de los países que han logrado desarrollarse tienen un Estado muy presente y activo en la sociedad; si los Estados que mejor funcionan son aquellos que cuentan con suficientes recursos humanos, institucionales y financieros para poder estar presentes en toda la geografía nacional, ¿por qué no fortalecemos el Estado en Guatemala?
Si somos uno de los últimos países en la región que están gozando el bono demográfico, es decir, un montón de adultos en edad productiva que pueden aportar al sostenimiento económico de niños y ancianos; si sabemos que la productividad es el principal motor del crecimiento económico a largo plazo; si somos conscientes de que aumentar la productividad es algo que demanda años de inversión; si sabemos que el bono demográfico no durará para siempre y que, por lo tanto, hay que prepararse para cuando desaparezca, ¿por qué no invertimos más y mejor en elevar la capacidad productiva de nuestros jóvenes y adultos?
Básicamente, no invertimos en reducción de pobreza rural ni fortalecemos el Estado ni nos preocupamos por elevar la productividad porque no hemos actualizado tres o cuatro puntos de partida. Malditos mitos que se han enraizado en la mente de la clase política y de las élites urbanas.
Mito 1: la pobreza se resuelve solamente con protección social. Nos malacostumbramos a una comprensión del pobre como el inválido, el que no puede, ese al que solo le queda recibir dádivas. Hemos comprado por muchos años el cuento de que los pobres nunca serán económicamente viables ni productivos y de que, por lo tanto, lo único que les queda es la beneficencia o un golpe de suerte. Solo ahora es cuando estamos preguntándonos si eso es realmente cierto o si caímos en un clásico mito urbano.
Mito 2: lo rural es lo agrícola. Hace muchos muchísimos años quizá lo fue. Pero hace ya un buen tiempo que dejó de serlo. Para muestra, este botoncito: la mitad de los ingresos de los hogares rurales proviene de actividades no agrícolas. Es decir, ellos no ponen todos los huevos en una sola canasta para poder llegar a fin de mes. Pero ¿quién en el Estado se preocupa por diseñar políticas, programas y proyectos que reconozcan esta pluriactividad?
Mito 3: ¿para qué bienes públicos? Por esa incuestionable percepción de que el Estado es el problema más que la solución fue que optamos por privilegiar transferencias de dinero y otros activos a personas. Y nos olvidamos por completo del papel fundamental que juegan las instituciones y los bienes públicos. Ahora nos damos cuenta de que, sin organización, sin reglas, sin capital social e institucional, ni los fertilizantes ni las transferencias monetarias ni las capacitaciones ni los microcréditos nos llevan muy lejos.
Mito 4: no se vale organizarse. Por ciertos temores atávicos a que cualquier cosa que huela o hieda a organización es subversiva nos casamos con la idea de que las políticas públicas deben dirigirse principalmente a individuos y hogares. ¡Dios guarde pensar en apoyar organizaciones!
El problema es que los números no mienten y que hoy tenemos una realidad vergonzosa: el país retrocede.
Continuar insistiendo entonces en esos mitos equivale a hacernos unas preguntas: ¿cómo puede desarrollarse un país que cree que sus pobres son inútiles y los trata como ciudadanos de quinta categoría?; ¿cómo puede desarrollarse un país que desprecia el inmenso valor del capital social (ese que sirve para construir confianza entre personas, que genera sentido de pertenencia a un grupo, que nos hace conscientes del valor de la cooperación y del diálogo)?; ¿cómo puede desarrollarse un país que no solo reniega, sino a que a menudo invisibiliza su riqueza cultural y natural?
La respuesta es bien sencilla: no puede.
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