No terminábamos de escandalizarnos por el crimen masivo contra las víctimas del ¿hogar seguro? cuando nos enteramos de que en un colegio privado un chico —quizá víctima de acoso— sacó una pistola en plena aula para resolver sus problemas de una buena vez.
Ahora, como un extenso ejercicio en cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya ha escapado, abundan las propuestas. Cumplir la orden largamente ignorada de clausurar el hogar. Revisar las mochilas de los estudiantes al llegar a las escuelas. La voz indignada de algunos que añoran tiempos más tranquilos pregunta cómo pudimos llegar hasta aquí. Pero, bueno, ¿acaso estuvimos alguna vez en otra parte?
El asunto la ilustra bien un conocido mío al comentar en Twitter el incidente del estudiante con la pistola: «Modestia aparte, antes estas cosas las arreglaba con morongazos en el recreo». Tiempos aquellos, de patio polvoriento y soluciones inmediatas, parece decir. Sin reconocer la ironía, su mensaje subraya el problema: habrá cambiado el calibre del arma, pero la técnica sigue siendo la misma.
Partamos de un hecho: contrario a lo que quisiéramos los más pacíficos, la violencia es eficaz. Esto no es un juicio de valor, sino una descripción de nuestra historia. Desde siempre algunos han usado la violencia para conseguir que otros hagan caso, para apropiarse de recursos, proteger los bienes o acumular para la familia. Funciona en el patio de la escuela tanto como en el globo: con sus ofensas el bully logra acallar sus inseguridades personales, mientras que con las amenazas Trump se ahorra la trabajosa tarea de negociar por igual con iraníes y con demócratas. Funciona tan bien en el campo y en la ciudad que, a base de matar campesinos, obreros, estudiantes e intelectuales, tanto los malandros de verde como los de corbata se ahorraron aquí la faena de construir democracia.
Pero esos ejemplos ilustran ya cuál es el problema con la violencia. Porque la pregunta no es si funciona, sino para qué funciona. Así, la cosa se complica, pues la violencia no es solo una forma de actuar. Es sobre todo una forma de comunicar. Con ella el fuerte le dice al débil: «Aquí mando yo por las buenas o por las malas». Y con la misma violencia el débil contesta: «Y yo te obedezco, pero no por las buenas». Así, en 2001 George Bush salió tras los talibanes, gente violenta, con la violencia más violenta. Dieciséis años más tarde todo el poderío de los Estados Unidos no alcanza para salir de esa conversación de balas y bombas. Hoy el torpe en la Casa Blanca se apura a amenazar con nuevas violencias, y sus enemigos, también violentos, sacan felices el diccionario de muerte afinando misiles y fusiles. Adivine cómo va a terminar todo esto.
Más cerca de casa, a una escala más espantosamente íntima, es igual. Los torpes administradores del hogar oscuro mandaron un mensaje violento. Con abuso quisieron poner en su lugar a un puñado de jóvenes. Hoy han desatado una rima que se escribe con muertos y la siguiente estrofa ya la improvisó el correccional Etapa 2.
Por supuesto que se puede seguir hablando a golpes, con balas y con llamas. Claro que se puede comunicar acabando con cuerpos y bienes. La sangre y el fuego le sirvieron bien a Gengis Kan para unificar su enorme imperio. Y sirvieron muy mal a sus millones de víctimas. Aquí los más violentos insisten en disciplinarnos con su violencia. Y por ello tienen una tarea que nunca acaba, pues la violencia comunica eficazmente, pero comunica un solo mensaje e invita a una sola respuesta: destrucción.
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