Por fin se le dio el lugar que se merece a la expresión poética manifestada desde la canción. Y también desde la canción de contenido social.
Para hurgar en la historia, la segunda mitad del siglo XX estuvo signada por fenómenos sociológicos que marcaron un nuevo ciclo histórico en la humanidad. Uno de ellos fue el I Encuentro Internacional de la Canción Protesta, celebrado en la Casa de las Américas, en Cuba, en 1967. Según el colectivo de La Haine, este encuentro «tuvo un verdadero efecto de agente catalizador dentro de nuestro contexto político-musical comprometido con su realidad social, en el cual existían puntos de contacto y de plena identificación con los principios de la nueva generación de creadores que iban surgiendo».
Ha de recordarse que para entonces ya existía un canto vigoroso y fuerte, ligado a la realidad social latinoamericana. Tenía diferentes nombres, según las circunstancias y la región de origen. Así, en Chile se lo conoció inicialmente como música popular, luego se llamó música popular renovada y a partir de 1967 se denominó nueva canción. Más tarde tomó el nombre de nueva canción chilena. En otras latitudes se la llamaba canción social, canción comprometida, canción propuesta y canción de contenido social.
Pocos meses antes (1963-1965) había hecho presencia Bob Dylan fundando Humanistas, una organización internacional pro derechos humanos. Estaba ligado sentimentalmente con Joan Baez, conocida como la Reina de la Canción Protesta. Y juntos lucharon en contra de la guerra de Vietnam. A la vez, Dylan fue inspirador de muchos trovadores que se reunían en torno a su figura y a las de otros personajes como Silvio Rodríguez. Fue cuando Violeta Parra fundó en Chile un centro de cultura y recuperó —entre otros tesoros— composiciones musicales de Chiloé y de la isla de Pascua. También se rescató música campesina que estaba en el olvido. Y surgió así el neofolclor chileno, bajo la influencia de grupos argentinos como Los Cantores del Alba o Los Huanca Hua. De esa cuenta, muchos jóvenes se acercaron a la música vernácula de sus países.
Según la Academia Sueca, «se otorgó el galardón al músico por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción». Y Sara Danius, la secretaria permanente de la academia, declaró: «Si miramos miles de años atrás, descubrimos a Homero y a Safo. Escribieron textos poéticos para ser escuchados e interpretados con instrumentos. Sucede lo mismo con Bob Dylan. Puede y debe ser leído».
A guisa de colofón, los orígenes de la expresión social cantada se remontan a la penumbra entre la leyenda y la historia en los albores del año 500, cuando Clodoveo, primer rey cristiano de los francos, regaló el territorio del dominio de Coucy a la diócesis de Reims «cimentando la Iglesia en las cosas del César»[i]. Este territorio se encontraba en el centro de Picardía y estaba descrito como «una de las llaves del reino» (óp. cit.) porque limitaba al norte con Flandes y al oeste con Normandía, de modo que era uno de los lugares más importantes de tránsito de la Francia septentrional. Tal donación no gustó ni a nobles ni a letrados ni a lugareños. Parangonaron la dádiva con la actuación del emperador Constantino en relación con la Iglesia de Roma. Revivieron entonces una vieja canción de protesta atribuida a William Langdon cuyo mensaje era: «Cuando el benevolente Constantino donó a la santa Iglesia heredades y arrendos, señoríos y siervos, los romanos oyeron llorar un ángel en las alturas» (óp. cit.).
Años más tarde, la mayor parte de los nobles, como Ricardo Corazón de León, hicieron de la trova una práctica frecuente y la mezclaron con el mester de juglaría, que así adquirió dimensiones sociales como en el Cantar de mio Cid.
De Rodrigo Díaz de Vivar a la fecha hay centurias. Otorgarle el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan enaltece siglos de poesía expresada a través del canto, así como a otros autores de quienes ni sus nombres quedaron grabados en documento alguno.
Así pues, manifiestamente soplan nuevos aires en la literatura.
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[i] Tuchman, Bárbara (1979). Un espejo lejano. Barcelona: Argos Vergara.
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