Hago un recuento de las elecciones que he vivido. Los primeros procesos electorales de los que tengo memoria como niña y adolescente fueron celebrados durante el conflicto armado. Podrían denominarse votos inútiles en una república del miedo, porque el fraude, burdo muchas veces, determinaba al ganador.
Luego, ya siendo adulta, en las segundas vueltas deposité el voto casi siempre con el mantra de lo menos peor. Finalmente, en los últimos dos procesos electorales, fue evidente que el panorama en cuanto a la elección de Presidente y Vicepresidente resultaba estéril. Hacía sentido aquella frase «En estas condiciones no queremos elecciones».
Algo cambió, empero, con la llegada de un grupo pequeño de diputadas y diputados del movimiento Semilla a un congreso degradado a cueva de ladrones. Ellas y ellos empezaron con gestos y palabras –con mucha creatividad por cierto– a marcar un rumbo. «La política no es nada lejana a la vida cotidiana», en palabras de Samuel Pérez Álvarez, se tradujo en argumentaciones claras sobre los procesos de cooptación del estado por parte del pacto de corruptos, pero también sobre las posibilidades del poder ciudadano para revertir aquellos procesos y aspirar legítimamente a nuestros derechos. Como el derecho a la salud, por ejemplo. Dejar de normalizar que solamente por la caridad y altruismo se puede salir adelante en la enfermedad.
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En este proceso político que vivimos, la larga campaña electoral de Semilla se convirtió en un ejercicio de tenacidad y resiliencia, contra un sistema viciado. Quedará como memoria colectiva la frase de Ronaldo Robles: “No nos van a ver llegar” porque, en efecto, el paso a la segunda vuelta fue silencioso y radical. Las encuestas no percibieron que algo se movía en la sociedad guatemalteca a través de distintos sectores sociales y en diferentes generaciones: desde los más ancianos que recordaban la figura de Juan José Arévalo a los más jóvenes en dinámica TikTok. El escepticismo por la política, más que justificado por la historia reciente del país, cedió a la ilusión.
La visibilidad de la voluntad de cambio es incontestable en esta última etapa del proceso electoral. Hay una conciencia del poder del voto, lograda en mucho gracias a la perversidad de ciertos jueces y del MP. Compartir en las redes sociales copias de las actas de las mesas de votaciones, para desmentir la versión del fraude, significó darnos cuenta de nuestra agencia política. La tan repetida teoría de Benedict Anderson sobre la nación como una comunidad imaginada tomó forma en ese acto simbólico.
El 20 de agosto está próximo en los calendarios. Esta vez no es imperativo el mal menor. Esta vez, no obstante, sobreviven las acciones delirantes, pero poderosas, de quienes están acostumbrados a imponer el miedo y la desesperanza porque no pueden imaginar sino un país cautivo y desigual. Viven de la corrupción y hay que derrotarlos.
El voto es crucial y espero que el arduo camino por construir un proyecto más equitativo en Guatemala empiece, de tal manera que los versos de Luis Alfredo Arango, cada veinte años retrocedemos veinte, se reescriban hacia el futuro.
Desde una perspectiva personal, en el deseo de votar convoco a quienes ya no están, amigos y amigas y familiares que trabajaron honestamente por una sociedad mejor. Me atrevo a imaginarlos con firmeza y alegría frente a la papeleta.
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