A través de la historia ha primado siempre la supremacía masculina. Las diferencias sexuales anatómicas conllevan diferencias psicológicas. Esto no explica —mucho menos justifica— la posición social del género femenino. La fortaleza física varonil no revela el porqué de la discriminación de las mujeres. Ello debe buscarse totalmente en el orden social. Se trata de un ordenamiento de poderes, algo absolutamente construido, que, así como se fue instituyendo, puede —¡y debe!— ser deconstruido, abolido.
En los humanos no hay correspondencias biológico-instintivas entre machos y hembras, sino ordenaciones entre hombres y mujeres, entres caballeros y damas (¿en qué gen está escrito que los primeros no lloran y juegan futbol mientras que las segundas son tiernas y débiles y juegan muñecas?; el celeste y el rosa son códigos culturales, no más). El acoplamiento sexual no está determinado o asegurado instintivamente (hay homosexualidad, votos de castidad, autoerotismo y una infinidad de prácticas que, sin ser genitales, definitivamente son sexuales). Masculinidad y feminidad son construcciones simbólicas, ligadas más a la psicología humana y a los determinantes socioculturales que a los órganos sexuales. Los géneros son edificaciones históricas.
Todas las civilizaciones giraron siempre en torno a la detentación del poder. Las mujeres —salvo casos puntuales— como género han estado excluidas de su ejercicio. El poder, considerado en ese orden, se ha construido de forma masculina. Su representación —cosa que se repite en distintos modos civilizatorios— hace alusión a lo fálico, a lo varonil (bastón de mando, báculo, cetro dorado).
En las distintas culturas, actuales o históricas, los estereotipos de género se dan sin mayores variedades: lo masculino es igual a poderoso, activo; lo femenino, a sumiso, pasivo. El poder, en esa lógica, se ha construido en términos masculinos. En esto el género femenino ha quedado en inferioridad. Si hay mujeres poderosas, su arquetipo participa de las características ligadas universalmente a lo masculino: «una mujer que se sabe poner los pantalones».
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Entre los derechos humanos se encuentran los de las mujeres. Estos son específicos en cuanto a género, distintos y con particularidades propias por su condición diferente en relación con los varones. Pero no debe perderse de vista que los derechos de las mujeres son universales en tanto seres humanos: derecho a disponer de su propio cuerpo, derecho a ser consideradas como sujetos, y no como objetos, y todos aquellos que podrían considerarse generales (civiles, económicos, culturales).
Todas las sociedades conocidas ofrecen diversas asimetrías, pero habitualmente se recalcan más las económicas. La exclusión de género no es vista con la misma intensidad. Sin restarles valor a las diferencias económicas, no debe olvidarse que las construcciones sociales, y sus críticas también, han sido siempre varoniles. Al hablar de marginación de género estamos refiriéndonos nada menos que a la mitad de la población mundial, lo cual no es poco. El trabajo doméstico (es decir, el cuidado cotidiano que todo el mundo, hombres y mujeres, necesita indispensablemente) y la crianza de la prole han quedado, en general, en manos femeninas. Por esa asimetría de poderes, el trabajo doméstico, entonces, se ha visto relegado a un nivel inferior, secundario. «¿Tu mamá trabaja?». «No, es ama de casa». El trabajo doméstico, en general realizado por mujeres, no se paga. Por tanto, se invisibiliza como trabajo. Eso vale para la mitad de la población mundial. Valga agregar que el 99 % de las propiedades en el mundo están en manos masculinas.
Hombres y mujeres no somos iguales, pero no hay diferencias sociales, jurídicas y políticas —o al menos no hay nada que justifique esas diferencias— entre los géneros. Por tanto, como problema social, todo el colectivo debe cambiar la actual concepción.
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