Palabra complicada para quien —como yo— a duras penas lee los periódicos.
Imagino que un antejuicio será como desvestirse frente a una audiencia y esperar aplausos alentadores o chiflidos de repudio. Todo podría pasar. Esa incertidumbre es precisamente lo que asusta.
Temblar de miedo es lo que toca al saberse expuesto y digno del juicio multitudinario mientras se está vulnerablemente en pelota.
Este señor y su corona han figurado en el escenario político de mi país por más de la mitad de mi vida y —cabe decir— estoy ya bastante entrada en años. Y que esta vida me permita ver venir a la escurridiza y vendida justicia…
Arzú, tan ególatra que firmó mañosamente con su nombre la moneda que utilizamos para comprar las noticias, el chicle y el pan diario.
Omnipresente en los bolsillos cotidianos, omnisciente con su color fosforescente, omnipotente en las interminables horas de caos vial, Arzú.
«¡Qué tráfico!» es cotidiano saludo y sólida excusa en este pedazo de mundo. Ciudad de apariencias, desechos y caos, pero con flores. Flores y el mejor alcalde del mundo, como si se premiaran el desdén y el clasismo.
Recuerdo a mi viejo viendo el Obelisco con sus ojos casi verdes y ya seniles desde la ventana cerrada: «¿Sabés que Guatemala es la ciudad del futuro? Porque sale uno hoy y llega mañana». Y luego contaba por millonésima vez la historia del día en que le partió la madre a su excelentísimo señor alcalde. Al bachiller Arzú, como lo llamaba él.
Mi viejo era —indiscutiblemente— uno de esos hombres encantadores. Y, sí, buena casaca mata carita todas las veces. Politólogo, obrero, juglar y trovador: orgulloso poseedor de una legendaria lengua de oro. Entre sus miles de historias —entre fantasiosas y verídicas—, una de mis favoritas era esta: la que narra el día en que mi viejo desafió las probabilidades.
Y, como pasa en la lucha libre y en la vida real: en una esquina, el criollo señor que ya conocemos, quien en ese tiempo era estudiante del último año de secundaria y compartía bus escolar con mi prepúber progenitor. Mi progenitor, hombre de barrio, hijo del boxeador amateur, criado a coscorrones y manadas solo para hacerlo hombre, parado en la otra esquina y contra las cuerdas.
Cuenta la historia que su señoría quiso —con lujo de prepotencia— sacar del asiento del bus al hijo del boxeador y —para su sorpresa— se ganó un puñetazo en la nariz. Uno en la nariz y otro en la mollera cuando don Arzú papá descubrió que mi viejo era cinco años menor y treinta centímetros más chaparro que su penqueado hijo. Su hijo penqueado y la sangre azul manchándole la nariz.
Sangre. Pienso en la señora que se resistió a ser desalojada de la sexta avenida por los empleados fosforescentes de Arzú. Pienso en la indignación que sentí al ver puesto un cepo en mi carro mientras estuve parqueada en un área supuestamente libre. Y en cuando, después de pagar la multa, volvieron a ponerlo porque pedí comprobante de pago. «Para que aprenda», murmuró el agente. Y yo, retenida, presa, por exigir mi derecho. Yo, con todas las fuerzas indignada y resistiendo a la prepotencia de quien se cree en un lugar privilegiado. Arzú, como el mismísimo diablo, los guardianes de garita y los tipejos con guardaespaldas. Prepotentes.
Hoy otra vez reafirmamos que jamás llegará su hora. Que jamás será su turno de pararse desnudo frente a una multitud que exige justicia y demanda transparencia. Nada de antejuicios. Nada de verdad.
«¿Este chiquito fue?». «Sí», mientras le sangraba la nariz. Pues, como pasa en las buenas familias, la vergüenza pudo más que la justicia. Don Arzú papá se retiró de la oficina del director del colegio sin mediar palabra. Y luego, nada: el corrupto poder exime de castigos. Y es que, al día siguiente, el mismo bus, el mismo compañero de asiento: don Arzú y una mochila llena con la vergüenza de su padre, la sangre y la indignación. Sangre y vergüenza que acompañan aún al alcalde que mañosamente firmó la paz: paz con P de pijazos, con P de poder corrupto, con P de prepotencia que compra voluntades. Maña, vicio y este pedazo de mundo que elige una y otra vez la mano de mono, mono de oro macizo, mano de sangre azul.
Un antejuicio que no llegó porque pijazos y porque sangre. Así la versión moderna de un cobarde Goliat y un improbable David que casi acierta a la primera. La piedra fue esquivada: punto para el prepotente. Y esa maldita sensación de perder el partido por un gol de último minuto.
El verdadero antejuicio será alejarse con la misma vergüenza con la que su papá salió de la oficina del director aquella mañana. Antejuicio al asumir que, pasados 20 años, el mono sigue sin cumplir la tarea. Antejuicio y la certeza del tiempo de quien a hierro mata porque pijazos, porque prepotencia.
Paz con P de pérdida. A eso suena esa palabra complicada para quien —como yo— a duras penas lee los periódicos.
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