Hace doce años Plaza Pública hizo presencia en los medios de comunicación con la ambición de realizar un periodismo investigativo de profundidad. Se iniciaba entonces en Guatemala la transformación radical que ha marcado a la actividad periodística en las últimas décadas. En los años siguientes, nuevas propuestas se lanzarían a la aventura digital y medios escritos harían la transición a digitales o modalidades híbridas.
A la transformación digital se unió otro cambio importante: el vertiginoso ritmo con el que las redes sociales se fueron apropiando de la comunicación. Se estima que más de la mitad de personas entre los 18 y los 30 años solamente consume noticias a través de las redes sociales. Esta tendencia ha impuesto una brutal transformación del periodismo porque no solamente se trata del medio: se trata también del modo en que se comunica. Los contenidos se reducen al mínimo, emplean no solamente textos escritos, sino muchas imágenes, locución, drama.
Continuar haciendo un periodismo de profundidad y, a la vez, adaptarse a los nuevos modos de comunicar es un desafiante malabarismo. Medios como Plaza Pública se han visto en la necesidad de desarrollar nuevas capacidades. Pero también han debido cuestionarse cómo hacer para que estas tendencias no banalicen la comunicación y la conviertan en un producto de consumo al estilo del fast food: poco nutritiva y tóxica. Se corre el riesgo de caer en la fantasía de creer que al obtener likes y «seguidores» se está haciendo periodismo, cuando más bien, se contribuye a la saturación de temas escandalosos, mientras se abandonan los de mayor importancia estratégica para la sociedad a la que se pretende servir. Se simplifican tanto los temas que las personas pierden de vista su profundidad y su contexto.
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Además de estos desafíos, se cierne sobre el periodismo una verdadera amenaza: el desprestigio que ha sufrido la verdad. En los últimos años, ha irrumpido en el panorama político y social una fuerte tendencia a convertir las pasiones, creencias, prejuicios en fuente incuestionable de interpretación de los acontecimientos.
Vivimos en la era de la “post verdad” donde los hechos ya no se relatan con base en evidencias, sino mediados por las creencias de quien los examina. Los mensajes ya no se contradicen con argumentos racionales, sino desprestigiando al emisor. Las mentiras son aceptadas por enormes grupos, siempre y cuando sirvan para apuntalar sus intereses, prejuicios o respondan a sus miedos. Hemos entrado en un túnel de oscurantismo, donde las cosas más descabelladas tienen un espacio de credibilidad. Y los datos de la realidad pueden ser desvanecidos mediante el estigma, la rabia o la demagogia.
Los medios que aspiran a la veracidad y a ganarse la credibilidad de su audiencia con base en un periodismo honesto, son agredidos y, con frecuencia, acorralados económicamente. En países como Guatemala, El Salvador, Nicaragua, son criminalizados por ejercer su labor de develar los desvíos del poder público y alertar sobre la pérdida de las garantías individuales y la democracia.
Por supuesto que esta situación no ha sucedido de forma espontánea. Es el resultado de un creciente deterioro de los principios republicanos y democráticos a manos de estructuras de poder que utilizan el populismo y la manipulación de las masas como herramienta. El periodismo honesto permite conocer los hechos y también motiva al pensamiento crítico, forma opinión. Es, de muchas maneras, un poderoso agente político y, por tanto, el objetivo de organizaciones profesionales en el arte de la propaganda y la desinformación.
Los medios de comunicación navegan por aguas turbulentas. En Centroamérica, el autoritarismo tiene diversos grados de avance y adopta modalidades distintas, pero de igual manera, quienes ejercemos periodismo independiente estamos en riesgo. Esto hace imperativo, no solamente reafirmarse en los valores humanistas que defienden la libertad y la dignidad, sino que también tener la habilidad para construir una comunidad que comparta estos valores para atravesarlas, sin zozobrar.
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Plaza Pública llega a sus doce años en un contexto político y social complejo. Guatemala enfrenta una embestida de redes criminales cuyo único objetivo es el dominio total del poder político para avanzar a sus anchas en el despojo de los bienes públicos y los recursos naturales, amparados por una absoluta impunidad. El grado de deterioro es tal que los guatemaltecos abrigan poca esperanza de poder hacer girar el rumbo del país. Sin embargo, hoy más que nunca, resulta importante recordar que existe una cuenta larga de la historia y que ningún poder político que se ejerce con absoluta carencia de virtudes cívicas logra prevalecer.
La historia nos enseña que la vileza trae aparejada la entropía y que este no es el momento para renunciar a un futuro mejor. Por el contrario, es ahora cuando debemos unir esfuerzos, no solamente para rescatar la imperfecta institucionalidad que hemos perdido, sino para recapacitar en los motivos por los cuales no hemos logrado transformar nuestro país en un lugar donde la mayoría pueda vivir mejor.
Este es el momento para la creatividad, la ebullición de las ideas, el juicio crítico, el debate. Tenemos frente a nosotros la posibilidad del futuro y debemos hallar la fuerza para articular las bases de la esperanza. Ante la radical ausencia de decencia, ante la basura moral, ante la pérdida absoluta de los ideales humanos, debemos oponer nuestra voluntad ética y dedicar nuestro trabajo a la reparación del daño que la embestida criminal provoque. No podemos cejar. No vamos a renunciar al futuro.