Llegó Adán, un joven alto, delgado, moreno, con una sonrisa agradable, discreto, sencillo, humilde, educado y colaborador. Se dedicó a apoyar en el área administrativa. El patojo viene de Pansal, uno de los 200 poblados y comunidades rurales que tiene este municipio. En vehículo se hacen 40 minutos de camino. Si el viaje se hace en un picop de pasajeros, tarda una hora y tiene un costo de diez quetzales de ida o regreso. Para el aldeano promedio, el trabajo es escaso y muy mal pagado, por lo que no puede costear transporte. Así pues, nuestro muchacho recorre en la mañana y en la tarde, caminando, ese trecho de terracería sin alumbrado público. Realizó sus estudios básicos en telesecundaria. Aunque muchos sabemos que la preparación es deficiente, las personas que optan por ella no lo advierten —o lo advierten, pero igualmente es lo que hay—.
Como le salió bueno para el estudio y en el pueblo no había diversificado, su mamá, doña Chayo, decidió hacer el esfuerzo de poner a Adán en un colegio particular. Yo recuerdo bien cuando mis hijos estudiaban y estaban por graduarse: los gastos de seminario, graduación, materiales, proyectos, prácticas, etcétera, algunas veces me desesperaron hasta las lágrimas por lo difícil que es mantener el ritmo de todo lo que los patojos necesitan. Por eso me puse a pensar en la mamá de Adán cuando me enteré de que, como requisito previo a la graduación, «deben realizar un proyecto que resuelva una necesidad social». Él decidió pintar el logotipo de nuestra organización en la pared de la entrada (que, dicho sea de paso, me pareció una magnífica idea). Resolvimos con la asistente de gerencia buscar una manera de cubrir el gasto de la pintura y le hablé al joven, lo que sabía desde mi corazón de madre, para no ofenderlo.
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Al terminar su práctica, Adán, muy orgulloso, nos dijo que su madre nos traería un delicioso caldo de gallina. Esta parte de la cultura q’eqchi’ es una de las más hermosas y emotivas, pero también una de las más controversiales para mí, pues vivimos en una comunidad donde siete de cada diez personas sufren de desnutrición crónica. Sin embargo, si una familia te invita a comer caldo, te está ofreciendo un homenaje que tienes que agradecer. Por gratitud te ofrece una gallina que posiblemente sea la única que le proporcione un huevo para desayunar y que podría vender por 100 quetzales.
Durante el almuerzo le pregunté a Adán, con preocupación y previendo la respuesta:
—¿Has pensado seguir en la universidad? —Sus ojos se iluminaron de alegría durante un breve instante, pero el golpe cruel de la realidad le regresó los pies a la tierra.
—Sí, lo he hecho —respondió—, pero pasa lo que dijiste: mi mamá solo alquiló dinero para que estudie. Ahora yo me propongo buscar un empleo para pagar.
A pesar de haber crecido acá, yo no me había dado cuenta de que el acceso a la educación media es prohibitivo para miles de familias. Mi propuesta era agenciar, con la venta de productos para bazar, el valor de los pasajes a Cobán para que Adán lograra estudiar el año entrante en el Centro Universitario del Norte. La cruel realidad era otra.
Desde ese día sus ingenuas palabras «buscar un empleo» resuenan en mi cabeza. Porque sé que es casi imposible conseguir trabajo digno en una comunidad que vive sumida en la miseria. Me da pena llegar a la conclusión de que, seguramente, le tocará convertirse en otro peón mal pagado.
Cada vez que escucho a alguien repetir (desde su vida favorecida) el cliché «querer es poder», no puedo evitar pensar con tanta pena en el esfuerzo de doña Chayo y de otros miles de madres, pues para la mayoría de los guatemaltecos del campo no basta con querer.
Para ser una sociedad más justa debemos comenzar por notar que la marginalidad y la exclusión social, más que un concepto social, son una realidad cotidiana, una cadena perpetua a la que condenamos a la mayor parte de la población.
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