No tenía computadora en casa y eso, mientras se organiza un festival de poesía convierte todo en una hazaña todavía más complicada. Mi novia, quien luego se convertiría en la madre de mi único hijo, estudiaba derecho y mientras ella, responsablemente asistía a sus clases, me compartía su permiso al laboratorio de computación en el que pasaba horas enviando cartas y correos, haciendo las gestiones necesarias para tener un evento de poesía en Quetzaltenango. Días que ahora vagamente recuerdo pero, que han quedado guardados en esto que intento ser.
Debo ser sincero, si uno a los 21 años apenas empieza a descubrir la vida, descubrir autoras y autores es un ejercicio que requiere mucho compromiso y amor. Con la ayuda de mis amigos, fui encontrando nombres que marcaron la literatura en diferentes lugares del planeta, uno se emociona a leerles y encontrarse con sus obras, uno sueña, claro, con llegar a conocerles y quizá preguntarles sobre algún poema en específico o la historia que desencadenó aquello que en palabras se abonó a la fértil memoria de la humanidad.
Y entonces estoy ahí, como casi siempre en mi vida, solo, frente al monitor de la computadora de aquel laboratorio universitario, uno más en ese espacio y mientras reviso la bandeja del correo, aparece la primera de una serie de mensajes que intercambiamos, un nombre extraño firmaba aquel amable correo que decía más o menos así: «He conocido todos los países de América a excepción de Guatemala y El Salvador, me interesa que sea a través del festival que organizas la mejor oportunidad para llegar por primera vez». Si, el poeta que fue uno de los ídolos de la generación de los sesenta y que formó parte de la llamada poesía de los estadios, esa que llenaba arenas deportivas para escucharlo, el poeta ruso Yevgeny Yevtushenko, estaría en Xelajú.
De Yevtushenko se puede decir mucho, una leyenda de la extinta Unión Soviética que además de poeta, fue director de cine, actor, pintor, entre muchas facetas más, recorrió el mundo, traducido al español por Rafael Albertí y Pablo Neruda, por decir algunos nombres. Originario de Zima (Siberia), cuenta la historia que su poesía convocó a más de 6,500 personas en el teatro del Kremlin, fue un poeta que criticó abiertamente la burocracia totalitaria.
Nos encontramos en la Antigua Guatemala, un tipo de casi dos metros de altura, extremadamente blanco, de ojos celestes profundos y un atuendo colorido que se parecía a los cementerios que hay en estos territorios. Me abrazó y estrechó mi mano con un respeto infranqueable, luego de eso, fueron días movidos que nos condujeron a Quetzaltenango. Su primera presentación fue en el Teatro Municipal, el escenario se hizo pequeño para aquella potente presencia que nos leyó sus más emblemáticos poemas, dicen que cuando los príncipes o princesas hablan, el resto guarda silencio y eso sucedió aquellos días de uno de los primeros festivales de poesía que me tocó dirigir siendo yo un jovencito silencioso.
Hace unos días, luego de que la tormenta Julia se disipara entre las montañas y los volcanes de Guatemala, caminé por el centro de mi ciudad y junto a mí, una antología de este poeta. Lo he vuelto a leer y mientras apreciaba la humedad acumulada en los árboles y en todo el espacio que estaba frente a mis ojos, lo recordé caminar por los neoclásicos edificios que están en los alrededores del parque central, lo recordé contándonos sus historias sobre la segunda guerra mundial y cómo los niños rusos se compadecían de los derrotados soldados alemanes que marchaban frente a ellos, recordé sus pasos lentos, su corbata naranja y las piñas que comió como quien deja de comer por varios días, también recordé el domingo por la mañana en el que sobre un escenario montado a medias frente a la Municipalidad de Quetzaltenango leyó el poema que escribió, por cierto, en español, dedicado a su amigo Ernesto Guevara al que nombró «La llave del comandante» y que aún resuenan en mi corazón aquellos versos finales: «A la izquierda, muchachos, siempre a la izquierda, pero no más a la izquierda de vuestro corazón».
Viajamos juntos a El Salvador y en algún lugar cercano a Escuintla hicimos una parada para beber agua de coco, alguien nos tomó una fotografía que da veracidad a esto que hoy por primera vez digo en voz alta. Nos despedimos de la misma forma en que sostuvimos el primer saludo. Años más tarde coincidí con él en el Festival de poesía de Granada en Nicaragua, fue tratado como lo que era, una estrella roja. Eso hizo difícil hablarle.
La última noche en Granada caminaba en soledad por la Plaza Central y a lo lejos escuché que alguien dijo mi nombre, era él junto a Ernesto Cardenal. Me abrazó con la ternura de un abuelo y me dio un beso en la frente. Tiempo después abandonó este mundo, nos dejó sus poemas que a muchas y muchos de nosotros nos siguen conmoviendo y abriendo puertas a aquello que puede ser el sentido vital de la vida, es decir, lo sagrado. Ahora todo esto es un fugaz recuerdo, un balbuceo en la memoria.
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