Hace unos días estaba conversando con un amigo fotógrafo, quien me comentaba que había documentando una jornada médica de Fundenor en una comunidad rural. Es impresionante lo conmovido que estaba a pesar de que ambos tenemos contacto constante con personas que forman parte de las desdichadas estadísticas de pobreza extrema que envuelven a este país, digno merecedor de deshonrosos primeros lugares a nivel mundial.
Esta fundación, que, dicho sea de paso, hace una labor integral asombrosa, pone en práctica una serie de actividades que enseñan a comunitarios rurales a mejorar sus propias condiciones de vida, para lo cual brinda acompañamiento a través de monitores que se trasladan a vivir a la misma comunidad, con grandes resultados sobre su labor. Viajé con ellos para verlo. Apoyan a diez comunidades en Alta y Baja Verapaz. Una de sus primeras acciones en la comunidad es acompañar a familias completas en la elaboración de huertos domiciliares. Cuando entrás a las viviendas que no tienen huerto, notás que, siendo el filo del mediodía, los niños lloran. Y pensás que puede ser hambre. Cuando mirás que no hay fuego encendido ni alimentos en preparación, entendés: tal vez lloran porque se les está escapando la vida. En contraste, ahí están los hogares donde decidieron sí anotarse a los programas de desarrollo integral: han aprendido a cosechar sus hortalizas y a preparar nuevas recetas. Es insólito notar cómo doña Clara, a sus 60 años, no conocía las remolachas. Porque la esperanza no es lo único que no llega a esas comunidades.
Pude notar que las personas suelen bañarse a la intemperie. Algunas familias han construido duchas cerradas con el apoyo de esta organización. Hay mujeres adultas que nunca antes de eso habían contemplado la desnudez de su propio cuerpo. Se bañan con corte, vestidas, ahí a la vista de todos. Lógicamente, el índice de incidencia de violaciones de niñas sube después de que las han visto tomar la ducha. Pero no es lo único. También construyen con cañas —o como pueden porque no hay empleo— una casa de un solo ambiente. Duermen todos juntos. Para evitar sucesos de incesto y violaciones, los monitores capacitan a las familias en la construcción de divisiones en un intento de proteger a las niñas, que así tienen su propia habitación en un país donde el 80 % de las violaciones de niñas menores son perpetradas por un pariente o amigo cercano.
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La pregunta lógica era sobre planificación familiar. La realidad que me revelaron es brutal. Contaron que el pastor les dice que el implante anticonceptivo (Nexplanon) es la espina de Satanás para que no osen incrustar ese pecado en sus desnutridos cuerpos. «Yo me inyectaba en el puesto de salud a escondidas de él, pero un enfermero dijo que ya no tenía inyecciones allí y que mejor fuéramos a su casa. Como tiene farmacia, nos las cobra a más de cien [quetzales] —susurró doña Amalia al referirse a la inyección contraceptiva gratuita—. El descarado hasta nos dice: “Con que yo esté bien basta”». Aflige escuchar cómo los esposos muchas veces las agarran a la fuerza, a ellas y a sus hijitas. Les prohíben inyectarse porque «la mujer que se inyecta se pone caliente y busca otro marido».
Da pena notar cómo las opiniones que vertemos sobre las personas que viven en comunidades rurales y sus condiciones de vida se van tornando más inhumanas y majaderas a cada kilómetro que las separa de la civilización. No es lo mismo criticar cómo viven allá que poder decir: «Acá estamos trabajando».
Y es así como la falta de acceso a salud y a educación sexual, el machismo, los dogmas religiosos y la corrupción son la fórmula perfecta para eternizar la pobreza y para que las mujeres siempre carguen su ignominia y la barriga llena de niños desnutridos. Muy jóvenes les buscan marido para que escapen de una realidad que solo saben reproducir, ya que como sociedad no les ofrecemos nada más. Pensémoslo bien antes de censurar realidades que desconocemos desde nuestro espacio de privilegios.
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