Una combinación de los Black Angels con su siempre necesario Sniper at the Gates of Heaven, Wolf People con el perturbador Night Witch y Josefin Öhrn + The Liberation con Rushing Through my Mind le pone marco a estas líneas, que se construyen en las sombras de un ensayo sobre el litigio malicioso que va tomando forma muy lentamente gracias a una amable sobredosis de cafeína y a largas conversaciones con colegas.
Una de esas conversaciones, sostenida en un café de la zona 9 repleto de médicos y estudiantes de medicina, con algo tan poco profundo como Dani California, de los Red Hot Chili Peppers, como música de fondo, sugiere que, en la época de torrentes de información disponible a través de Internet, muchos eligen lo que es más cómodo: escuchar exclusivamente a quienes piensan de manera semejante y descartar lo demás. Algo así como la actitud del hincha que el domingo va al estadio y el lunes se reúne para comentar el partido con los miembros de su barra y planificar los cánticos y las consignas del partido del siguiente domingo.
La diversidad y el debate son las víctimas de esta actitud. Nos encerramos en posiciones y, sobre todo, detrás de pantallas que seleccionan y filtran contenidos para nosotros de manera tal que incluso seleccionan la publicidad que debemos ver —por ejemplo, Facebook lleva semanas ofreciéndome camisetas de Iron Maiden, herramientas de jardinería, navajas automáticas y guantes de box—.
Cada individuo ha creado una suerte de red de confianza que interpreta lo que está allá afuera y sugiere patrones de actuación exclusivamente desde las preferencias de quienes piensan como nosotros. Un ejemplo privilegiado de esta afirmación lo constituye aquella clase educada y progre que creyó que Hillary iba a ganar, pues nadie podía estar de acuerdo con alguien tan ruin como su rival. Discurso facilitado por todas las declaraciones de los famosos, incluyendo a las Pussy Riot con su Make America Great Again, que se estrellaron con la realidad de manera abrupta.
Contrastar información, una de esas condiciones necesarias para una ciudadanía que ejerce como tal en democracia, pasa a ser una rareza, mientras un proceso de trivialización convierte la política en parte de la oferta de entretenimiento y fomenta la intolerancia de las diferencias. Los otros pasan a ser exclusivamente adversarios, que se asumen desde una perspectiva de superioridad moral: la actitud favorita de los iconoclastas, que, si son de izquierda, aún asumen como cierta aquella falacia de que el revolucionario es la escala superior del ser humano o que, si son de derecha, empiezan nuevas cruzadas al grito de «con mis hijos no te metas».
Este es el ambiente en el que los falsos outsiders se disfrazan con voces equilibradas y moderadas, de aquellas que, por ejemplo, pueden llamar y conducir un diálogo que no toque nunca lo importante. Algo así como el argumento del video de Michael Moore para Sleep Now in the Fire, de Rage Against the Machine, que finaliza su furioso discurso antisistema recordando que, pese al cierre de la bolsa, «no money was harmed».
Pongámoslo de esta forma: hemos conseguido que en la era digital vivamos como lo hacían mis bisabuelos, que nacieron, crecieron, se multiplicaron y murieron en un pueblo convertido en una próspera —y 50 años después arruinada— estación de tren entre la sierra y la costa ecuatorianas. Una comunidad mestiza en la mitad de los Andes —a 3 600 metros de altura— que hablaba un solo idioma, profesaba una sola religión y tenía, si mucho, una posición política. Una comunidad rodeada de pueblos indígenas a los que despreciaba, con los que nunca se mezcló y a los que nunca quiso ni pudo entender.
La invitación y la posibilidad de intentar ponerse en los zapatos del otro siguen estando allí, así como la posibilidad de no asumir un discurso único. Si partimos de la arrogancia de creer poseer la razón y la verdad —o de creernos ungidos por rescatar los verdaderos valores de la sociedad—, estamos preparando el escenario del caos.
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