Con Rigoberta Menchú, dirigente maya k’iche’, hubo resistencia en Guatemala a que ella recibiera el Premio Nobel de la Paz. Una vez obtenido, siguió siendo adversada por fuerzas racistas que continúan ocupando importantes cuotas de poder en el país. Pero, cuando se postuló como candidata presidencial tanto en el 2007 como en el 2011, no fue especialmente atacada. Cierto es que sus posibilidades de alcanzar la primera magistratura fueron casi nulas en ambos casos. De todos modos, se la dejó hacer (seguramente porque el poder, siempre racista, sabía que no constituía un verdadero peligro).
Jorge Soto, conocido como Pablo Monsanto cuando era comandante guerrillero, fue candidato presidencial por el partido Alianza Nueva Nación, de izquierda, en las pasadas elecciones de 2007. Si bien representaba al enemigo de clase que el Estado y su ejército combatieron durante décadas, no fue especialmente denostado. Igual que a Rigoberta Menchú, se lo dejó hacer. Seguramente porque, ya desarmado y de saco y corbata, el poder sabía que no constituía una verdadera afrenta al sistema.
A la ideología de los grupos dominantes del país, que marcan el rumbo aún imbuidos de un fuerte anticomunismo propio de la Guerra Fría, así como de un poderoso espíritu racista (que ha cambiado algo en lo superficial, pero que aún sigue siendo la nota distintiva de nuestra sociedad: «Seré pobre pero no indio»), ninguna de estas dos candidaturas, la de un comunista y la de una indígena, le quitó el sueño. Empezó a preocupar, eso sí, el desempeño electoral de Thelma Cabrera en la reciente primera vuelta, con el Movimiento para la Liberación de los Pueblos y un nada esperado 10 % del electorado. Esto disparó alarmas en los sectores dominantes, pero la figura de esta dirigente campesina, ahora que no pasó a la segunda vuelta, no le inquieta especialmente al statu quo.
¿Por qué la candidatura de Sandra Torres motiva tanto rechazo, inquieta?
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El fenómeno es digno de ser estudiado desde distintas ópticas: política, sociológica, psicológica. ¿Representa un peligro tan grande su candidatura? ¿Para quién? ¿No es desmedida esta sandrofobia que desde hace tiempo enrarece el panorama político? ¿No hay cosas más importantes que discutir en el país (la pobreza crónica de más de la mitad de la población, el hambre —que mata más gente diariamente que la violencia delincuencial de la que tanto se habla—, el racismo imperante, el patriarcado que no cede, la herencia de violencia que nos dejó la guerra interna) que la figura de esta candidata?
Sandra Torres no es una comunista que viene a expropiar, que impulse reforma agraria. No es una indígena tampoco. Por el contrario, es una empresaria exitosa. Si se la acusa de corrupción por las transferencias presupuestarias habidas durante el anterior gobierno de la UNE, cuando ella detentaba una gran cuota de poder, eso no fue sino una readecuación para ayudar —de manera populista, asistencialista— a los sectores más desfavorecidos. Financiamiento electoral oscuro, por otro lado, tienen todos. ¿Por qué tanta resistencia entonces? ¿Misoginia de una sociedad hipermachista? ¿Odio de clase porque favorece a los desamparados? Cuando el alcalde Arzú regalaba tamales, nadie abría la boca. ¿Por qué?
Esta candidata, igual que todo político profesional, no está libre de pecado, no es una blanca paloma inocente. Ningún operador político del sistema puede serlo, por principio. Entonces, ¿por qué este encono contra su figura, que ahora recorre el panorama político guatemalteco? Sandra Torres, con un partido que ni siquiera es socialdemócrata, pero que habla un lenguaje populista, no es la persona más funcional al llamado Pacto de Corruptos. Este grupo, mezcla de empresarios, militares y políticos, ansía seguir en la más completa impunidad, sin otra Cicig que moleste y con la garantía de que no se la tocará en lo más mínimo. Torres no habla exactamente ese lenguaje. De ahí esta visceral sandrofobia que ahora parece arreciar. El grito de fraude y el pedido de anulación de las elecciones levantado por estos sectores hiperconservadores apuntan a frenarle el paso para la segunda vuelta.
Una vez más: ¿hay que optar por lo menos malo?
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