Recién se descubrió que las víctimas de la última vez (en lo que a investigación judicial se refiere) fueron los beneficiarios del Pacto Hambre Cero. El Ministerio Público logró determinar que una empresa vendió al Ministerio de Agricultura maíz que ni los cerdos podrían haber comido sin perjuicio de su salud. La presencia de gorgojo en los granos, la humedad excesiva y la aplicación de ciertos químicos para curar el maíz lo hacían triplemente perjudicial. Y no les importó. Para los responsables de tan ominoso hecho, los consumidores no fueron más que un objeto de lucro. Significó ese objeto la bicoca de 492.3 millones de quetzales en tan solo un año.
Los rostros de los presuntos responsables se repiten en las noticias de las diferentes líneas. Son algo así como clientes consuetudinarios de los juzgados y personajes principales de esa tragedia nacional en la cual el misterio reiterado del mal es omnipresente y casi todopoderoso.
Ese misterio del mal, de vuelta una y otra vez en nuestro suelo, no es sino el mal moral consecuencia no solo del uso inadecuado de nuestra libertad, sino también del egoísmo y de la excesiva concentración de poder en una persona o en un reducido grupo de personas. Su fachada en Guatemala, luego de la guerra, ha sido el de un empresariado realmente inexistente, porque, como bien dijo el empresario Jorge Briz: «Empresario que comete ilícitos es un delincuente». Y de empresas y empresarios (que no lo son) se han disfrazado muchos delincuentes en los últimos gobiernos.
Como si fuera poco, este maligno dinamismo se solaza y protege entre las sombras de la cultura antidemocrática tradicional de los gobiernos, en las estructuras económicas excluyentes, en la falta de espacios para la participación política y social de los pueblos, en los organismos de justicia débiles y parcializados y en el incumplimiento de la ley y el irrespeto de los derechos humanos. Consecuencia de ello, los conflictos sociales que terminan siempre en graves estallidos de violencia. ¡Ah, retrato este de la infamia!
Pareciera entonces que estamos en un círculo vicioso que no nos permite tocar fondo. O, como me dijo un joven abogado refiriéndose al desastrado gobierno de Otto Pérez Molina, «tocamos fondo, el fondo se abrió y seguimos cayendo». La pregunta es hasta dónde llegaremos.
Lo grave de ese círculo es la patología psicosocial que se manifiesta —insisto— en peligrosas descargas de violencia. Desde la irascibilidad callejera que termina en trompadas o balazos hasta hechos tragicómicos en ciertos poderes del Estado. Para muestra, el chusco incidente entre Mario Taracena y el diputado Marvin Orellana noticiado el recién pasado 22 de septiembre. Ejemplo claro de lo cafre y lo inculto. ¡Y son nuestros representantes!
Pero no quiero parecer profeta de calamidades. Menos por decreto. Así que, ante ese siniestro dinamismo, ¿qué hacer? A mi juicio, un inicio de camino es recuperar nuestra capacidad de ver la vida con ojos de esperanza. Porque la esperanza nos ha sido segada. Y a causa de ello nosotros nos hemos cegado. Ya no distinguimos el mal del bien. Y vaya que el mal sí se disfraza de bondad. Como los corruptos se disimulan a manera de hombres de bien. Vale la pena entonces discernir acerca de una homilía del papa Francisco en Santa Marta el 9 de septiembre de 2013. De la esperanza dijo que no debe ser confundida con el optimismo humano. En una metodología de reflexión la categorizó como una fuerza liberadora capaz de rehacer la vida. Y eso es justamente lo que debemos hacer: rehacer la vida. La propia, la de nuestro barrio, la de nuestro pueblo, la de nuestro Estado.
Solo así tocaremos el fondo que nos ha sido negado. Al poner pie en un asiento tendremos dónde apoyarnos para impulsarnos y emerger.
Recordemos que hasta las oscuridades más grandes desaparecen ante los amaneceres. Es cuestión de salir al encuentro de la luz.
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