Desde hace décadas mi abuelita nos venía anunciando que iba a morir pronto. Y pese a sus pronósticos llegó a los 95 años con la fortaleza necesaria para disfrutar la vida y sin dejar de repetir ocasionalmente su voluntad:
Yo soy la dueña de mi cuerpo. Quiero morirme en mi cama, sin sueros, sin sondas, sin que me tengan viva a la fuerza.
Naturalmente, siempre accedimos verbalmente a sus pedidos, realizados con total lucidez y autosuficiencia física, pero no puedo negar que, llegado el momento, respetar su voluntad resultó más difícil de lo esperado.
La muerte suele ser un tema recurrente cuando se tiene una edad avanzada. En la familia, mis dos abuelos maternos hablaban de la muerte de manera habitual y con sentido del humor. Mi abuelito se refería a su futura cremación como el churrasco, que en su caso se llevó a cabo hace nueve años. Él murió en su cama, rodeado de su familia, a la edad de 95 años.
Hace apenas unos días mi abuelita tuvo su encuentro con el final de la vida, que enfrentó con valentía, conforme a su fe y con cuidados médicos orientados a proveerle alivio, sin pretender extender su vida más allá de lo que imponía su condición.
Mi abuela no les tuvo miedo a los hospitales. De hecho, fue intervenida quirúrgicamente siete veces y prefería una inyección a dos pastillas.
Tampoco rechazaba la medicación cuando era justificada y vivió unos 15 años con enfermedades crónicas controladas con medicamentos. De manera que el rechazo de mi abuela a ser hospitalizada innecesariamente se basó en la distanasia o el ensañamiento terapéutico que observó en otras personas a lo largo de su vida. Ella siempre recordó situaciones en las que una persona era asistida mediante procedimientos médicos innecesarios, que en ocasiones prolongaban la agonía. También estaba claro para ella que en ocasiones es la familia la que provoca ese sufrimiento al negarse a aceptar la muerte de un ser querido, pero que también, y en no pocas ocasiones, la distanasia ocurre por el ánimo de lucro de empresas privadas que brindan servicios de salud. Y como señala el doctor Humberto Arenas[1], es el afán del beneficio financiero el que puede llegar a nublar la razón del personal médico.
En rigor, la distanasia ocurre en Guatemala en el ámbito privado, especialmente porque la salud es vista como negocio. Y en contraste, la sociedad guatemalteca, religiosa y recelosa de la modernidad, necesitaría un diálogo amplio, sereno y empático para abordar en principio la muerte digna, en la cual no se asiste a la persona para morir, pero se le protege de las prácticas lucrativas o innecesarias, que al final causan más sufrimiento. Y ante todo, hablar de muerte digna es hablar del respeto de la voluntad de una persona en pleno uso de la razón.
Mi abuelita, Zoila Esperanza García Cordón, nació en 1920, cuando Guatemala era todavía un país medieval. Enfrentó las injusticias de una sociedad patriarcal y logró empoderarse como pocas personas. Sus convicciones la llevaron a rechazar tratamientos médicos innecesarios. Y en sus últimos días rechazó también los alimentos que acaso le habrían permitido sobrevivir unos días más. Se fue apagando poco a poco, no sin antes repartir bendiciones, expresar su cariño y pedirnos que tuviéramos serenidad para aceptar lo inevitable. Murió después de haber cumplido 96 años.
Espero ser la mitad de valiente que ella cuando llegue el momento. Y espero también que en el futuro tengamos en Guatemala legislación humanista que promueva la muerte digna, como existe en Colombia, Argentina y algunas jurisdicciones de Estados Unidos y México. Si nos va bien, tal vez lleguemos a hablar de eutanasia, como se hace en algunos países europeos, como una forma voluntaria, piadosa, regulada y digna de terminar la existencia en casos bien definidos.
[1] Humberto Arenas-Márquez y otros (2011). «Ensañamiento terapéutico». En Cirujano General, volumen 33, suplemento 2. Disponible aquí.
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