Toma uno
Lo veo venir. Paró su BMW negro frente a mi carro. Las bocinas de las 6 de la mañana suenan repetidamente. Yo estoy atrapado entre su carro y el carro de atrás. No tengo maniobra. Se baja y durante un par de minutos interminables vocifera, grita, insulta, amenaza, escupe.
Con dos puñetazos feroces rompe los retrovisores, patea, cocea la lodera, me vuelve a retar a que me baje. Mi esposa, nerviosa, me agarra el brazo y me dice: «Carlos, no te bajes». No pensaba hacerlo. En un momento dado regresa a su carro. Metiendo solo medio cuerpo, busca bajo el asiento derecho, el del conductor. ¿Irá a sacar un arma? Pienso rápidamente en un plan de salida. Regresa con algo en su mano derecha. Es un teléfono. Respiro.
Toma fotos, vuelve a patear mi carro y se va. Miro adelante y veo una radiopatrulla. Arranco, la rebaso y hablo con el policía. Detenemos el BMW y al agresor. Paolo, de 21 años, estudiante universitario, ojos claros y agresivos, tenía derecho a hacerme esto porque había topado su retrovisor en una parte de mi carro. A él y a su propiedad no se los toca ni por accidente. Si va armado me mata. Estoy seguro.
Toma dos
Mi amiga Elena estuvo ayer en el Congreso. Se fue a sentar donde nos encontrábamos las personas que apoyábamos las reformas. Ella es como yo, hija de un padre extranjero y de otro guatemalteco, y eso a ella se le nota. Inmediatamente la identificaron. Lo veían, tomaban fotos, murmuraban, señalaban.
Y sí. Ocurrió lo que ustedes están pensando. Una señora de unos 55 años se le acercó y le ordenó que se regresara a su país. Le advirtió que le habían tomado fotos y que en Guatemala no era bienvenida. «Nosotros, los verdaderos patriotas, no permitimos injerencia extranjera», dijo. Al día siguiente reconoció a la señora en la foto en primera plana de uno de los diarios, en la cual se veía gritando y señalando al hemiciclo en actitud agresiva.
Toma tres
Cinco de la mañana. Antes de iniciar mi partido diario de tenis saco el tema de la brutal agresión que sufrieron las niñas ante mis compañeros madrugadores. La conversación se desvía y empiezan a surgir la frasecita «derecho a libre locomoción», la imprudencia de las niñas y las justificaciones para el conductor.
Oyéndolos, pienso en el discurso predominante y en su imposición en el subconsciente colectivo. Ninguno de ellos se ha quedado atascado en una manifestación. Sin embargo, utilizan ese recurso y esa historia como si se les hubiera ido la vida y todo su capital en ello.
Toma cuatro
Hoy pienso en las niñas con sus faldas a cuadros y su suéter de uniforme saliendo a la calle y ejerciendo ciudadanía. Habían preparado sus carteles reivindicativos. Pedían a las autoridades del centro y del ministerio la solución a sus problemas, que, vistos desde afuera, nos parecerían vacuos: una excursión, cuentas del manejo de unos fondos por parte de maestros (maldita corrupción), nombramientos de personal. Cosas de adolescentes preocupados por su futuro. Seguro el día anterior se habían reunido a la salida del instituto, en la tienda de la esquina, y se habían repartido el trabajo, las cartulinas, los marcadores, el contenido, las acciones y la logística.
Y pienso en mí y en mi esposa, en el tipo violento que nos agredió, en la seguridad de que, de haber tenido un arma, la habría usado en mi contra y en las ganas de matar que tuvo el agresor de los estudiantes. También pienso en mi amiga y en las amenazas gratuitas que recibió porque se ajusta al estereotipo de cooperante izquierdista extranjera, cuando tenía el mismo derecho a estar allí que la señora bien que la amedrentó.
Guatemala es de los violentos, de los excluyentes, de los simples, de los racistas. Estoy cansado. Voy a pedir vacaciones como aquel.
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