Rieron al tocar la puerta, cuando abrí, al entrar y también cuando les dije que se sentaran. Pregunté cómo estaban. La respuesta fue: «Estamos tristes». Extraño. Acá siempre decimos que estamos bien aunque nos esté llevando el río. La respuesta fue literalmente así: «Estamos tristes porque, aunque estoy trabajando, el dinero no me alcanza. No importa porque siempre tenemos que ver cómo le hacemos, pero ahora no me han pagado. No tengo mi maíz para comer. ¡Ay, Dios! La necesidad es bien jodida. Tengo mi vergüenza, pero mis niños tienen hambre. Vengo a preguntar con usted unos mis cien quetzales que me prestés. Yo te traigo al fin de este mes. Cuando me paguen».
Como dicen los abuelos, sentí su vergüenza. Me dolió mucho. Con razón reían nerviosos y venían sin sus hijos. Les di los Q100. Los di con amor y pensando que es posible que no me los devuelvan. Aunque estoy segura de que lo harán, no importa si no. Me punzó ver la necesidad tan jodida de unos tantos. Me dolió ver cómo esa realidad les escupe el rostro.
Ese día conocí a tres niños que se quedan solos en su casa cuando sus padres, por una inusual razón, alcanzan a conseguir trabajo. Son dos nenas, una de diez años y otra de seis, que están a cargo de un hermanito de dos cuando deberían estar en la escuela. Las conocí en la biblioteca, adonde llegan —según ellas— a recibir clases. No están en la escuela porque su papá llevaba más de seis meses sin trabajo. Antes iban con su hermano de 11 años, pero ahora este trabaja en el mercado. Son unos niños educados, inteligentes y chispudos. Comprendo la zozobra de sus padres al tener que dejarlos solos el día entero. Puedo suponer la pena de intentar contener esas mentecitas inteligentes y ansiosas por aprender, que se las arreglan solas franqueando el extenso trayecto desde su casa hasta la biblioteca para poder recibir clases.
Desde la Colonia, las comunidades mayas fueron apartadas de sus territorios y sus habitantes obligados a trabajar casi en esclavitud. Aprendimos a normalizar y reproducir la desigualdad, la exclusión y el racismo sin darnos cuenta. Cuando todos nuestros derechos elementales son garantizados, damos por sentadas las cosas a las que tenemos acceso o cómo vamos a vivir. Sin embargo, nuestra educación y nuestros derechos son desiguales, como si se tratara de una restricción de castas, ya que ocupamos lugares diferentes dentro de la sociedad. Nuestras vidas tienen sentidos distintos, que nos son asignados aun antes de nacer. Unos podemos ser profesionales y otros solo aspirar a ser mano de obra barata. ¿Qué peso tienen estos estereotipos y pensamientos simbolizados en las vidas de otras personas?
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A pesar de que el país ha ratificado los principales instrumentos internacionales que protegen a los pueblos indígenas, a finales de la segunda década del siglo XXI ocho de cada diez habitantes mayas sobreviven sin oportunidad alguna de alcanzar los derechos mínimos. Vivimos una pseudoigualdad amparada por la legalidad. La población indígena de Guatemala debe luchar cotidianamente contra la exclusión estructural de una sociedad que niega su existencia como pueblos y comunidades, su cosmovisión y su dignidad.
Según el Informe regional sobre desarrollo humano para América Latina y el Caribe 2016, durante el período 2002-2013 Guatemala fue el único país de América Latina que no solo fue incapaz de mejorar el índice de desarrollo humano, sino que además mostró aumento en el índice de pobreza. Pareciera que se hace deliberadamente.
Al estilo de la obra de Víctor Hugo, la miseria es un infierno artificial creado en la Tierra y complicado por la fatalidad humana. Para vencer las profundas fisuras históricas que nos dividen, es necesario fortalecer un modelo de nación que, en lugar de reforzar la desigualdad, la exclusión y la agudización de los conflictos heredados de la historia, incluya como política nacional la formación en diversidad, tolerancia e interculturalidad desde una temprana educación pública y privada.
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