A estas alturas, soy la entaconada señora de Recursos Humanos que organiza la entrega de panes y refresco a todos estos hombres que trabajan por el pan de cada día. Desde mi escritorio, señora testigo del esfuerzo y del cansancio diario. Y hoy procuro empatar el partido: ojo por ojo, pan por pan.
«No me enseñó a vivir… Me dejó ver cómo lo hacía». Su ejemplo fue hacerle ganas al trabajo porque, a decir verdad, no había de otra. No estoy segura de si mi viejo tenía otros anhelos trabados en el corazón. Jamás lo platicamos. Mi recuerdo paterno se limita a las botas puestas y al sudor diario en la frente. Jamás los anhelos. Jamás los sueños. Consecuentemente y a punta de ejemplo, hoy soy la entaconada señora de Recursos Humanos, a quien definitivamente le toma trabajo encontrar inspiración. El futuro se siente nublado, incierto y lejano, aunque cercano y pronto. Y justo así, dicotómico, era mi papá.
Que el padre debería dar el ejemplo y ser el proveedor de herramientas para enfrentar los problemas, dicen los psicólogos. Y este modelo de referencia que me tocó me pone bastante nerviosa. Que voy a crecer a su gran tamaño y el mundo veré como él, dice la canción, y, pues, reírme de los problemas o espantarlos a gritos es lo que entiendo como herencia e identidad.
Mis ojos de niña ven a la Carrá contorsionándose en el escenario. Calzones rojos, botines y gorro navideños. Y a mi viejo atento a la tele. «Para el otro año te consigo una mamá igual a esa, ¿te parece?». «No», sentada en el piso, mientras peino a mi Barbie nueva. «Se parece a tu muñeca. ¿No te gusta?». «No».
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Dicen también los psicólogos —y, ni modo, hay que creerles— que la relación del padre con la hija aporta también el modelo de lo masculino, un patrón de referencia para futuras relaciones de pareja. Y, pues, jodida. Jamás un hombre tonto y de piernas flacas. Serán el potencial, las charlas de política, los exilios, las bromas sarcásticas y las manos grandes los que rijan mis elecciones afectivas. Eso y el eterno brindis: «Por una sociedad sin clases, como la soñamos Marx y yo», alzando una cerveza espumeante. Porque siempre soñador, pero jamás capitalista de alcurnia y jamás militar.
El Día del Padre es uno de los más ambiguos para mi alma: mi papá no está, pero lo llevo en la sangre, en las elecciones de vida y en los pensamientos más profundos. Dicotomía de ausencia y cercanía visceral. Viejo cabrón que no se queda. Viejo cabrón que no se va.
Porque toda paz trae su guerra. Porque a veces estuvimos de acuerdo y a veces no. Porque tomó decisiones trascendentes mientras yo solo miraba. Porque no supe cumplir con lo que me pidió. Porque lo necesité y no estuvo cerca. Porque a veces yo era feliz y no se daba cuenta. Porque lo busqué y ya era tarde.
Ni calcetines ni corbatas empacadas. No tengo muchos motivos de celebración hoy. Quisiera decir que este día de junio me encuentra feliz como fotografía en marco hecho con paletas de helado. Pero no. Porque eso de «cuando estoy a tu lado todo el miedo se va» resultó ser mentira. Mentira porque muero de miedo, viejo, a perderte, a encontrarte, a cumplirte, a no cumplirte, a no parecerme a vos, a parecerme demasiado a vos.
Chistosita y políticamente incorrecta por genética. Cumplidora y noble por ejemplo. Hoy soy la que va «a crecer a tu gran tamaño y el mundo verá como tú». Y que Dios y el mismísimo diablo me guarden de ese camino.
(Continuará).
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