Imaginando que el club de los ricos ya estaba completo, se impuso como ideología hegemónica el desmantelamiento del Estado como actor en la economía y dejar de apoyar a los menos afortunados, de suyo los más productivos y eficientes trabajadores. Se proclamó con bombos y platillos el cierre de las aduanas y el imperio del libre mercado. Claro, ambas decisiones nunca fueron de aplicación universal. Mientras a los países pobres se les impuso la ortodoxia neoliberal más rotunda (Estado débil, principalmente en lo económico, y mercado libre para recibir todo lo importado), los países ricos jugaron al ratón y el gato protegiendo a unos y liberalizando a otros.
El asunto, al final de cuentas, mantuvo la premisa de siempre: los dueños del dinero deben ganar siempre más y los trabajadores cargar con los costos. ¡Nada nuevo debajo del sol!
Pero los resultados no han sido los esperados. La gran potencia, la defensora radical del libre mercado en el exterior, ha visto su economía afectada, pues allí se ha evidenciado claramente lo nefasto del cumplimiento de la premisa: sus ricos sí son más ricos y poderosos, pero se han ido con sus riquezas a otras partes, mientras que sus pobres se han multiplicado. Pero resulta que esos pobres votan, por lo que hay que construir discursos demagógicos que, siendo creíbles, puedan embaucar a los necesitados y así mantengan el modelo.
Había que crear, pues, un nuevo discurso, encontrar culpables de carne y hueso, mejor si vestidos con harapos y con pigmentación cutánea diferente, a la vez que imponer aranceles o culpar a la moneda común para hacer como que se protege a los empobrecidos del país rico. Surgió Trump con su impetuosa xenofobia autoritaria, pero no está solo. El fenómeno no es simplemente estadounidense. Italia y Hungría son sus más próximos seguidores, y la derecha ultraconservadora, autoritaria y xenófoba deambula demagógica por el mundo entero. Si los predicadores de la teología de la prosperidad, con su venta de cielos falsos, tienen público, seguidores y creyentes, la derecha xenófoba y autoritaria los tiene aún más, pues su discurso es aún más fácil de promover y difundir.
Jaulas para niños en Estados Unidos o lanchas que naufragan con cientos de personas a bordo son expresiones de un mismo drama: un mundo desigual y sangriento. Si antes se los transportaba atados luego de cazados en sus tierras o se los ponía a extraer el oro para enviarlo a las noblezas improductivas, hoy se los obliga a ser ellos mismos los que se ofrezcan como esclavos de la nueva economía.
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Las jaulas para niños centroamericanos separados de sus padres no se han cerrado en Estados Unidos. Simplemente se han endulzado los discursos y los estilos. Del autoritario y prepotente presidente estadounidense pasamos al dulzón y fatuo decir de su hija y de su esposa, que, más astutas que el patriarca familiar, han notado que las jaulas no les darán los votos que esperaban y lo han llevado a cambiar de tono, pero entonando la misma canción. En realidad, como lo expresaba en su chaqueta la esposa del estrafalario magnate, a ellas en realidad no les importa. Y piden que a nosotros tampoco.
A nuestros gobernantes y a sus élites económicas tampoco les importan esos niños, aunque en los congresos se peleen por aparecer como sus más paternales defensores. Si a sus padres los regresan, ya habrá otros que, desesperados, intenten llegar y lo consigan, pues lo que les interesa y urge a las fracasadas élites económicas y políticas criollas son las remesas y no les importa con cuánto sudor, dolor y lágrimas sean conseguidas.
Y en esto sí nos diferenciamos de África. Allá no hay oligarquías holgazanas que despilfarren los envíos de dinero de los expulsados y se enriquezcan con estos. Aquellos quieren salvar la vida, llegar a un puerto y quedarse para luego reunir a su familia en otra patria. Los centroamericanos, en cambio, están aún atados a su tierra, al sueño de hacer crecer a su familia en el país que los expulsa, y subsidian así una economía atrofiada, obsoleta.
Doblemente explotados aquí y allá, han dado lugar a una forma posmoderna de la migración: huir, pero continuar alimentando a quienes los expulsan, en un remedo neoliberal y humillante de lo sucedido a los hispanos coloniales.
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Si Italia, con su rechazo inhumano a los migrantes, ha olvidado rápidamente que, cuando los barcos cargados de empobrecidos italianos arribaron a costas de Argentina, Brasil y Estados Unidos, por decir solo los destinos más significativos, nadie los regresó al mar, sino todo lo contrario, los estadounidenses olvidan que ellos mismos se construyeron con oleadas de migrantes de distintas regiones del mundo, ¡incluidos todos los esclavos que llevaron a la fuerza! Trump es hijo de inmigrantes y su esposa misma una inmigrante reciente.
El mundo atraviesa una crisis de identidad humanitaria gigantesca que lamentablemente tiene en Centroamérica, y en Guatemala en particular, su más cínica y dramática expresión: mientras del diente al labio se prodigan bendiciones, oraciones y exclamaciones repletas de supuesta fe y devoción, el drama que a diario viven miles de guatemaltecos nos tiene sin cuidado. El modelo económico seguido hasta ahora ha fracasado. El sistema político, en consecuencia, ha colapsado. La Guatemala de ayer, la de antes, ya no es reconstruíble. Debemos crear una nueva, totalmente diferente, donde todos y todas tengamos reales y concretas opciones de una vida digna.
Esa nueva Guatemala, que no tendrá que ser de la asunción, sino de la terrenización, deberá tener como signos identitarios nuestra diversidad étnico-cultural y nuestro espíritu centroamericano. Sin una región integrada en la dignidad de sus ciudadanos, estamos condenados a continuar en el fracaso.
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