De huesos y de reclamos para despedirse de este mundo trata el nuevo libro de Arnoldo Gálvez Súarez, Alguien bailará con nuestra momias, que se estructura a través de tres novelas cortas. La portada resulta en un aviso hacia el pasado remoto: vemos el dibujo de un mastodonte. En la geografía guatemalteca, evoca el oriente del país, pues debajo de sus suelos se hallan y han hallado fósiles de animales prehistóricos. Leo un dato que refuerza la idea de los restos de la muerte: el Museo de Paleontología y Arqueología de Estanzuela, Zacapa abrió sus puertas en 1974, bajo el gobierno de Carlos Manuel Arana Osorio, el chacal de oriente.
Y es que el primer relato, titulado «La era glacial», tiene lugar en aquel espacio del oriente guatemalteco, en donde las elites regionales con bastante autonomía han determinado las reglas en la circulación de mercancías legales e ilegales desde la formación del Estado republicano. Los personajes son dos «self made man», que atraviesan las miserias de la enfermedad y el envejecimiento. En efecto, Ismael Barahona es un finquero y comerciante, respetado y temido, que ha sufrido un accidente cardiovascular y, como consecuencia de ello, tiene una movilidad reducida. El símbolo de su poder radica en un colmillo de mamut que obra sobre un pedestal en el centro de la sala. El segundo protagonista es Santiago Arrabal, en quien reconocemos fácilmente a Facundo Cabral, el cantautor asesinado en la ciudad de Guatemala en 2011. Arrabal padece un cáncer de vejiga. Mediante un juego audaz de espacios y tiempos, estos dos personajes se encuentran y las preguntas que el lector enfrenta son: ¿qué se deja después de la muerte?, ¿hay un legado posible o solo quedan los restos materiales de lo que fuimos? La posibilidad de la provocación de la muerte, por el oportunismo egoísta, pero también en aras de un alivio de la decadencia, sobrevuela en el paisaje de este relato.
Me parece que, como contrapunto, sería interesante la lectura de «La era glacial» con la novela de Mariana Travacio, Como si existiera el perdón, por ahondar en preguntas existenciales a través del western y la fatalidad.
El segundo relato, «Para eso están los amigos», en contraposición al primero, está ambientado en la ciudad. Aquí el cadáver generará, como afirmaba Tagesson, una nueva comunicación entre dos viejos amigos de la adolescencia: José Miguel y Marvin. Ambos personajes son fruto de una sociedad sin ley y, además, racista. El reencuentro en circunstancias límites aflora heridas pasadas de Marvin, quien fue humillado por provenir de un origen popular, pero tiene, en el presente, el poder para preguntar «por qué» al antiguo compañero de estudios. Progresivamente, la cuestión medular del relato –cómo eliminar un cadáver– acerca a Marvin y Marcela, la novia de José Miguel, de una manera inesperada. Las cicatrices padecidas operan como un magnetismo ineludible, «como si por fin se encontraran después de haberse estado buscando durante años». ¿Son los actos de venganza, y en la contraparte, las empatías por las heridas comunes las conexiones profundas de la naturaleza humana?
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Finalmente, el tercer relato, «Todo lo que no se sabe», se centra en la exhumación de los restos de una madre y su traslado a un nuevo mausoleo. En esta novela se representa con bastante verosimilitud la obligada comunicación familiar, a pesar de las mutuas desavenencias, cuando se dispone de los restos mortales de un ser querido. El consentimiento mutuo se impone en estas circunstancias y viene acompañado de odiosas memorias y cuentas pendientes. Implica, como sucede en la trama, adentrarse en zonas desconocidas y oscuras del pasado, lo que eufemísticamente se llama «secretos familiares». La violencia doméstica es el trasfondo de la trama y se interpela al lector sobre las dimensiones desconocidas de las y los hermanos con los que se convivió durante años y, al cabo del tiempo, sorprenden por su extrañeza.
La lectura de estas novelas tiene un alcance global por la temática tratada –los restos y los retos de la muerte–, pero también representa con bastante verosimilitud el anhelo de poder, correlativo a la anulación de la ley, que el narcocapitalismo instauró en Guatemala sobre antiguas estructura sociales racistas y desiguales. Un don que tienen los relatos de Gálvez Suárez es el uso ágil de los diálogos, de tal manera que, en ciertos momentos de la lectura, creemos estar ante una puesta en escena de teatro o cine.
Si «Los jueces», como una poética desoladora de la ciudad, significó el inicio de la carrera literaria Arnoldo Gálvéz Suárez y más tarde «Puente Adentro» fue la memoria dolorosa del conflicto armado, este nuevo libro representa el descenso a los cuerpos, como cultura material de la muerte. En tal sentido, disiento con el texto de la contraportada. Los personajes no se acercan al cielo o al infierno, sino a los huesos. Para olvidar, para sanar, para vengar.
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