Los más privilegiados, los trabajadores de «cuello blanco» en las oficinas, no fuimos tan afectados como lo fueron otros. Los trabajadores del campo, en las fábricas, en la industria de la hospitalidad, en los destazaderos de carne, donde nuestros connacionales inmigrantes —muchos sin documentos ni seguro médico, sin posibilidad de permiso por enfermedad— fueron considerados «esenciales» para mantener a flote la economía nacional, pero no así sus necesidades y derechos mínimos, por lo cual fueron contagiados o murieron a causa del virus de manera claramente desproporcionada.
Recuerdo que, por fortuna, ese año la primavera llegó inusualmente bastante temprano aquí donde yo vivo, en Minnesota. A partir de abril, teníamos el lujo de salir a caminar por las calles y parques. Pero a los pocos meses, en mayo, Minneapolis y Saint Paul arderían en llamas luego de las protestas a raíz del asesinato de George Floyd por parte de tres policías. Como hoy sabemos, ese abominable hecho fue captado en vídeo y se convertiría en la bandera principal de las luchas para denunciar el racismo sistémico y frenar la opresión policial contra las poblaciones afroestadounidenses y de color en este país.
Vivíamos el primer régimen de Trump. El mandatario iniciaba su cuarto año de gobierno, pero sus compinches billonarios todavía no estaban queriendo hacer de los bienes públicos una piñata. En esos momentos de incertidumbre, miedo, recesión económica y de un triste caudal de muertos y enfermos que se contaban por millares al día en el país más rico del mundo, en esa oscuridad, un diminuto científico sobresalía en las noticias. Nos explicaba, de forma clara, serena y simple, la naturaleza del virus y las medidas a tomar, ofreciéndonos un poco más de esperanza.
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El doctor Anthony Fauci se convertiría así en una suerte de luz y de voz razonable frente a la demagogia del entonces (y hoy) mandatario. Condecorado en el pasado por su investigación y labor frente al SIDA y el VIH en los años ochenta, el doctor Fauci era en ese momento el director del prestigioso Instituto Nacional de Salud, entidad a cargo de investigación científica en materia de salud pública. Pese a los desacuerdos y disgustos que se evidenciaban en las cámaras entre Fauci y Trump, sin su liderazgo y comprensión del contexto epidemiológico, quizás las vacunas habrían tardado más tiempo en ser distribuidas, y el caudal de enfermos, muertos y la presión sobre el sistema hospitalario habrían sido peores.
Pues bien, típico de la agenda revanchista del actual presidente estadounidense, el Instituto decidió eliminar de entre sus murales una representación que honraba al doctor Fauci. Hoy una de las paredes luce blanca sin su perfil y la inscripción original que leía «La ciencia nos dice que podemos hacer cosas fenomenales si ponemos nuestra mente y nuestros recursos en ello».
La eliminación simbólica de uno de los científicos más importantes del país, a raíz de las críticas ultraconservadoras que se suscitaron por el abordaje tan estricto de las medidas higiénicas y el mandato de las vacunas durante el primer régimen trumpista, refleja una práctica alarmante. Se trata, en realidad, de tácticas que el régimen estalinista adoptaba cuando se deshacía de sus contrincantes políticos y pretendía hacer una revisión de la historia.
Como destaca la historiadora estadounidense Marilyn B. Young, con relación a la necesidad de la antigua Unión Soviética de revisar el pasado: «Los mosaicos del metro de Moscú, por ejemplo, se actualizaban periódicamente. Cada vez que se retiraban cuidadosamente las imágenes de los revolucionarios caídos, sus siluetas fantasmales permanecían, una afirmación vívida del poder del Estado sobre el pasado. […] La conexión entre el pasado y el presente requería una atención constante para evitar que los ciudadanos soviéticos sacaran conclusiones indeseables. En un sistema así, no podía haber “versiones” contrapuestas del pasado, solo una narrativa única, sancionada por el Estado, que abarcara todo lo que se permitía saber, la verdad, y todo lo que era seguro saber»[1].
Reagan debe estar revolviéndose en su tumba sabiendo lo que su partido está replicando, no a manos de esos soviéticos que detestaba, sino de inescrupulosos oligarcas, estos que fueron reproduciéndose y afianzándose a costa del Estado y que ahora buscan sepultar y tergiversar la historia y los hechos a favor de sus miopes intereses.
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[1] Young, M. (1996). Dangerous history: Vietnam and the “Good War”. En: History Wars, Linenthal, E. and Engelhardt, T. editors. New York: Metropolitan Books
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