La oscuridad es total, pero la mujer se vislumbra a sí misma. Sabe que viste un traje de buzo, de esos antiguos, con una escafandra en la que no asoman ni sus ojos. Se sabe ahí, metida en ese traje, encerrada en ese túnel-laberinto con aguas estancadas y malolientes. Ahí dentro del túnel-laberinto, dentro del traje de buzo con la escafandra puesta no siente nada. No hay luz ni escapatoria.
De pronto, algo pasa a su lado. Quizás el sonido del agua que empieza a moverse. Quizás algún roedor que la utiliza como escalera, quizás su propia imaginación desbordada. Hace un leve movimiento y la circunstancia cambia. Se pone de pie, no por cansancio, sino porque ese algo que pasa a su lado genera una situación novedosa en medio de tanto estancamiento.
Hay una leve esperanza, se dice. No sabe cómo ni cuándo ni por qué, pero empieza a caminar sin rumbo dando traspiés una vez aquí y otra allá. Se cae y se moja y se lastima, pero es incapaz de sentir algo. El traje de buzo y la escafandra la protegen de las sensaciones externas y la apartan de las internas. Incómoda, se pone de pie. Imagina que no es un túnel-laberinto sino un pozo: está en el fondo. ¿Hay alguna luz, es posible una escapatoria? Recuerda las voces de fuera que le dijeron que no, y la suya que se lo confirma. Puede quedarse ahí, postrada, con la dosis diaria de dos doble litros de coca cola light y muchos miligramos de sus recetadas y adormecedoras pastillas; una bomba. Insuficiente, eso sí, para despertarla de ese mutilante letargo.
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Se levanta y sigue caminando por la oscura noche del túnel-laberinto que ahora es un pozo. Empieza a escuchar voces que dicen querer ayudarla. A lo lejos, vislumbra, quizás, un halo de esperanza. En vano se esfuerza. ¿Qué la tiene ahí inmóvil, aletargada? La falta de amor, la ira, el miedo. No fue que cayera de repente presa del odio propio y ajeno, sino que fue una cuestión más bien lenta y bien planificada por la familia, el país, el entorno. Ya no importa. El hecho es que está ahí y por años no ha habido poder humano ni divino que la socorra.
Hay un adelanto: de no sentir nada, con el tiempo, empieza a sentir miedo. Huye, se paraliza, se esconde, a veces apenas esboza un efímero contraataque mínimamente defensivo. En medio, una voz capaz de llegar a lo profundo le explica que la violencia que la llevó ahí no es su culpa, hay esperanza. Hay cuestiones estructurales más allá de su propia individualidad que la afectan. Se enciende, entonces, una luz. El túnel-laberinto ya no es un sitio irresoluble, sino un camino quizás tortuoso, pero con salida. Mientras más camina va venciendo el miedo y más voces la apoyan.
Han pasado diez, veinte años. Llega a la salida. Ha batallado en su propia guerra y salió, pese a todos los pronósticos y diagnósticos en contra, ilesa. Las heridas son apenas cicatrices, leves recordatorios en la piel de los caminos recorridos, de lo que ya sanó, de lo que está libre. Como si saliera de la caverna de Platón y se acostumbrara a la luz después de la oscuridad, ahora goza la vida.
Veinte años después, la mujer que una vez estuvo encerrada en un traje de buzo antiguo con una escafandra en la que apenas se vislumbraban sus ojos, tal como lo hizo Odiseo, regresa a Ítaca. Aún le falta limpiar la casa, cosas menores, asentarse en su mundo, pero está ahí, fortalecida y con confianza. No necesita, como el personaje de Homero sí lo hizo, acudir a ninguna medida extrema ni irremediable: hay una comunidad a la que pertenece, donde se nutre de alegría, de entusiasmo, de amor, de buenas vibras para vivir el tiempo que resta.
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