A Johanna la conocí en la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala cuando ambas éramos aún estudiantes. Ella estudiaba letras y yo filosofía y aunque no cursábamos el mismo año, porque soy un poco mayor, compartimos algunos espacios a finales de la década de los 80 del siglo pasado. Ya en 1992, cuando yo todavía no había publicado más que algunos textos aislados, ella ganó el certamen de poesía Abrapalabra y el premio Bienvenidos al Arte otorgado por El Ágora de Augusto César.
Ella por su lado y yo por el mío coincidimos en ese entonces en algunas actividades estudiantiles, literarias y maternales. Mi segundo hijo, José Andrés, y el único de ella, Rodrigo, nacieron con dos meses de diferencia, en ese orden, así que también participamos además del crecimiento de nuestros hijos en algunas piñatas en su casa y eventualmente en la mía.
En una ocasión, cuando los chicos ya estaban por eso de los diez o doce años, tal vez, nos fuimos de viaje las dos solas a El Salvador. Fuimos un fin de semana lluvioso para comprar libros y comer pupusas. Para mí, era uno de los primeros que hacía sola (sin familia) y para ella era uno más, pues por cuestiones de trabajo y otros avatares literarios o por el mero placer de hacerlo, imagino, ella era una viajera experimentada que recorrió muchos países e incluso viajó hasta tierras africanas.
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Con Johanna y Carlos Aldana (en un grupo de tres) estudiamos y nos graduamos del doctorado en educación con especialidad en mediación pedagógica de la Universidad de La Salle, Costa Rica. Por ello, durante varios años nos reunimos semanalmente para hacer nuestros trabajos, discutir los temas. Su tesis «El libro de las emociones», se publicó como libro. Aquí combina la poesía con las emociones y una propuesta educativa. Gracias a Johanna también conocí a sus entrañables y queridos amigos la socióloga y Dra. Lily Muñoz y el poeta Walter Morán.
Luego, Johanna, la poeta y escritora Brenda Solís Fong y yo nos embarcamos en la aventura de publicar un libro conjunto producto de un ahorro que hicimos durante varios años. La experiencia fue una hermosa odisea, de esas que suelen acompañar muchas de las publicaciones en nuestro medio. El resultado es la obra «Tres palabras» (2012).
En el 2015 planeamos visitar los cafés de la capital y fuimos a varios. Poco antes intentamos comprar algunos objetos en ese entonces de escasa venta pública y, sobre todo, socialmente comprometedores para las mujeres en una sociedad patriarcal como esta. De ello atesoro con alegría las veces que nos reímos a carcajadas cuando recordábamos esta anécdota.
Guardo dos de los regalos que me dio, pues su generosidad era tremenda: una bellísima pulsera de plata con dijes redondos y transparentes con flores pintadas dentro, que compró en México y un cuaderno hecho a mano, con hojas en blanco, empastado en madera con el bajorrelieve de un lagarto pintado (en esa época me gustaba Jim Morrison, de los Doors y andaba yo de fan, de ahí la relación), que compró aquí para uno de mis cumpleaños. Ambos objetos están aún como nuevos, intactos. Así, también, en mi corazón, perdura indemne el profundo cariño que siento por ella incluso en esta ausencia, pues nos dejó muy pronto.
De Johanna Godoy dice Kristhal Figueroa: «En total, (…) publicó cuatro libros en Ciudad de Guatemala: Lapidaria (1992), El amor de Yocasta (1997), Sibila de luna (1999) y Danza implacable (2002). A ellos se le suma un libro de crítica titulado Un rojo dios, Eros (2000). Según Verónica Galván en su artículo Literatura Chapina: la poesía guatemalteca y sus imaginarios, las letras de Godoy “aportan una visión renovada de la palabra poética tan inquisidora como la de sus antecesoras y revitaliza la discursividad y los tópicos amalgamados en casi cincuenta años”» (RUDA: https://www.rudagt.org/temas/el-legado-de-johanna-godoy-poeta-guatemalteca 15/11/2023).
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